martes, 5 de octubre de 2021

Desautorizados

La convención del PP se mueve entre la fe y la creatividad. El lema ‘Creemos el cambio’, invita a la doble lectura. Cuando se oculta la segunda parte es pura profesión de fe, cuando se lee en su conjunto es una invitación al pulso renovador. Aquí, entre creencia y esperanza, es donde se sitúa al electorado. Se le invita a omitir el presente y pasado del partido, a pasar página, y a cambiar, no una organización estigmatizada por la corrupción, sino al gobierno como crisol en el que se cuecen todos los males. La falta de autocrítica de Casado es conocida, cuestión que chirría especialmente si se tiene en cuenta su carrera académica y política, pero preocupa aún más el escamoteo por parte de los ilustres invitados a la convención en lo que concierne a las máculas que arrastra el PP. No tanto por parte de Sarkozy, al fin y al cabo condenado a prisión por financiación ilegal al día siguiente, pero sí por todo un comisario como Schimas, al que se presentó falsamente como ‘el vicepresidente’ de la Comisión, cuando hay ocho, y que obvió cualquier referencia ‘europea’ a la necesidad de un cordón sanitario con respecto a Vox.

Sin embargo la intervención que más sombras arroja sobre el proyecto del PP y sus supuestos valores políticos es la realizada por un escritor. Son conocidas las dificultades de conciliar populismo y respeto por la representatividad democrática. Lo mostró Rajoy con candidez con aquel “Es el alcalde el que quiere que sean los vecinos el alcalde”, frase que nos traslada la confusión congénita que, en lo democrático, padece nuestra derecha, y que emana de su propia historia. Sin embargo que un autor reconocido como Vargas Llosa diga, sin azorarse ni sonrojar al público, que “Lo importante de unas elecciones no es que haya libertad, sino votar bien”, es un auténtico despropósito, más aún, cuando la libertad es el principal pendón de la nueva cruzada de la derecha española. El mensaje, dirigido a la población latinoamericana que reside en España, cobra especial relevancia, cuando el premio Nobel reconoció hace dos años, en la feria del libro de Lima, que tenía un déficit importante en lo de recomendar el voto, cuando había recomendado “a todos los presidentes que hoy son acusados de ladrones”.

Vargas Llosa es un cero a la izquierda orientando el voto, pero al parecer tampoco sabe votar. Así lo trasladó en la convención del PP, al reconocer que había votado ‘mal’ las pasadas elecciones al decantar su voto por ‘Ciudadanos’. Esto nos muestra por tanto que lo de votar ‘mal’ le viene en el karma, por mucho que le atribuya la insuficiencia a los demás. En eso le puede tal vez su clasismo, que aflora en su crítica permanente al ‘indigenismo’, al que ahora tilda de ‘nuevo comunismo’, y que delata que para él la pobreza de su continente, en su inmensa mayoría ‘indígena’, no está a la altura de los requisitos que definen el buen uso democrático. Vargas Llosa como Sarkozy, Kurz y otros, no hacen sino trasladar una creencia arraigada en la derecha, según la cual los votos de los desfavorecidos, cuando defienden sus propios intereses, son muestra de desagradecimiento e incultura, pues castigan la mano que les da de comer. Algo que recupera la lógica del subdesarrollo y el autoritarismo que tienen bien poco que ver con el cambio, y mucho con la regresión sociopolítica.

No se puede poner en duda que los votantes de la derecha votan ‘bien’, porque sería entrar en el juego de retirarle la soberanía al pueblo para trasladarla a la lógica partidista. Que alguien vote promesas electorales que, de manera empírica, luego les perjudica en lo laboral, en lo fiscal y en lo público, es una de las grandes paradojas de nuestra democracia y no se explica más que por el populismo. Aun así no cabe ‘desautorizar’ el voto a la derecha, aunque uno sí se vea tentado de ‘desautorizar’ la excelsa literatura del premio Nobel. Escuchando al autor uno desearía que cuando éste se encuentre ante el papel en blanco, se vea sorprendido por la visita de sus personajes: el guionista de radionovelas Pedro Camacho, el León de Natuba, Pantaleón Pantoja, Urania Cabral, la tía Julia el mismo Mario, y todos los demás. Bien dispuestos sobre la mesa estas magníficas criaturas, en un acto de coherencia y emancipación, deberían brindarle un sentido corte de mangas. De esa manera no se nos amargaría el buen recuerdo de las lecturas pasadas, y además nos resolvería la duda de qué hacer con unos libros que descansan en la estantería, pero que, día a día, se acercan, centímetro a centímetro, a la redención que ofrecía Pepe Carvalho a la gran literatura en la chimenea de su casa.

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