martes, 9 de marzo de 2021
Shuffle
El shuffle es un paso de baile que tiene su origen en una danza ritual de los esclavos afroamericanos. En él se adelantan y se atrasan los pies, sin que la persona se mueva realmente del sitio. Quien lo popularizó fue Mohamed Ali adaptándolo al boxeo como una técnica para distraer al rival, y así poderlo sorprender desde un ángulo inesperado. También lo empleó en su debut en el cuadrilátero la boxeadora Marian Trimiar, que se hizo conocer con el apodo de ‘Lady Tyger’. Silvia Cruz Lapea le dedica un breve pero magnífico retrato en la serie ‘Heroínas y villanas’ de la editorial K.O. La púgil, nacida en 1953, luchó durante trece años antes de colgar los guantes, y si lo hizo no fue porque le hicieran mella los puños de sus contrincantes, sino antes bien los prejuicios, el paternalismo y la hipocresía de una sociedad en la que su ‘triple llaga’, pobre, mujer y negra, la estigmatizaba de manera permanente. Su pugna por que se reconociera su derecho sobre su propio cuerpo y a ejercer su vocación profesional, la resumió Trimiar en una sola frase: “De todos los ismos, y los he conocido todos, el peor es el machismo”.
De mirada vivaracha, menuda, la cabeza rapada, esta activista del Bronx no dudaba, en su lucha fuera del cuadrilátero, a provocar para ganarse la atención de la prensa, y así poder trasladar sus reivindicaciones sobre el salario, la cobertura sanitaria, el acceso a patrocinios equiparables a los masculinos o a las licencias para ejercer su profesión. Para Lady Tyger no se trataba sino de reivindicar el propio cuerpo como espacio de dignidad, como herramienta de trabajo. “Es mi cuerpo y es mi vida” decía, convirtiendo este en un lugar de resistencia contra un sistema que tras su faz condescendiente no ocultaba sino sexismo, racismo, discriminación. Condenada a ejercer en luchas de exhibición, más propias de una feria que de un deporte, en su corta carrera tuvo tiempo para conquistar el título de campeona mundial del peso ligero. Pero el combate principal lo libró contra un sistema que, 2.500 años después, seguía interiorizando lo que Esquilo escribió en ‘Las suplicantes’: “Las griegas nacen para hacer griegos, es decir, guerreros, y no para guerrear”. La mujer como vehículo, como tránsito de aquello esencial: la masculinidad.
Esta es la mentalidad, el sentir de una época contra la que Lady Tyger alzó sus puños, día a día, del gimnasio al trabajo, y de allí al ring, saltando sobres sus pies sin moverse del sitio, buscando el flanco descubierto, la oportunidad para lanzar un golpe certero. Sublevada por la falta de respeto y la hipocresía imperante, su último asalto lo enfrentó en una huelga de hambre con la que quiso llamar la atención sobre el desprecio a sus derechos como boxeadora profesional. Tras un mes de ayuno y después de perder más de 12 quilos y bordear la muerte, finalmente tiró la toalla. Lo hizo a tiempo. Tres años antes, en protesta por su detención a través de un señuelo policial, harto de la injusticia y del racismo estructural, había muerto de inanición su hermano, el reverendo Calvin Trimiar, con tan sólo 33 años. En una de sus últimas entrevistas Marian explicaba por qué había recurrido a la huelga de hambre. Lo había hecho por sentir “que cuando te defiendes, has de defender a todas las mujeres, a cada mujer”.
Tras abandonar su carrera, el rastro de Lady Tyger se pierde, como las huellas de tantas otras luchadoras que se alzaron contra la injusticia y la desigualdad. Lo que resulta singular en el relato de la boxeadora del Bronx, es que su lucha se convierte en una metáfora, toma cuerpo en su propia imagen, en la mirada penetrante y la sonrisa que se oculta tras el guante con el que se protege. El 8 de marzo de 1975, cuando Marian Trimiar luchaba por su licencia de boxeadora profesional, porque no quería renunciar a su propio sueño, Naciones Unidas celebraba el Día Internacional de la mujer. Casi cincuenta años después seguimos capeando una cultura patriarcal que impone sus burdos fueros en términos de discriminación y desigualdad. Frente a la rutina del maltrato estructural, frente a la hegemonía del desprecio y de la negación de la evidencia, no queda sino plantar cara. Todas y todos, con los pies arrancándole a la lona el susurro de un shuffle incansable. Avanzando y atrasando los pies. Como si no nos moviéramos del sitio. Hasta disponer de un ángulo inesperado y agotar toda resistencia.
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