martes, 2 de marzo de 2021
Migonomía
Los planes de recuperación y resiliencia plantean un reto singular: ¿Cómo garantizar y legitimar la inversión pública en el tejido productivo, si no hay un retorno económico o un beneficio social? El planteamiento inicial de los programas europeos era el de establecer unos objetivos en empleo de calidad, pero para algunos actores financieros esto supone una limitación significativa. Habría sin embargo una alternativa que podría facilitar el salvar la cara a los socios ‘progresistas’ de las coaliciones de gobierno, dejando así mano libre a patronal y gran capital, para poder asignar y transferir los recursos. Supongamos por un momento que los próximos meses se anunciase, ya sea a nivel estatal o en Catalunya, un avance substancial en la introducción de una Renta Básica Universal (RBU). Este se justificaría en los problemas que ha comportado la introducción del ingreso Mínimo Vital y las limitaciones de la Renta Garantizada de Ciudadanía, pero también en la necesidad de hacer frente a la crisis social, y de anticipar el impacto en el empleo de los procesos de automatización y de digitalización.
Si la RBU tiene una ventaja, es que el concepto es suficientemente amplio como para merecer el apoyo de un abanico amplio de actores que va desde la izquierda extraparlamentaria al Fondo Monetario Internacional o el Banco Mundial. Este último defendía, en una reciente publicación el interés de la RBU como ‘ideal social al que aspirar, y no tan sólo un programa”, postura compatible con la defensa de la desregulación del trabajo y el ataque al sistema de protección social. El debate sobre la RBU viene de lejos y a menudo ha sido tan manipulado como otros debates como por ejemplo el de la fiscalidad. La idea de una renta incondicional para todos y todas, sin tener en cuenta sus ingresos, tiene su punto fuerte en las facilidades que crea para la emancipación de las personas. El punto débil lo tiene en los mecanismos para garantizar que esta renta sea ‘suficiente’. Un enfoque alternativo, arraigado en la izquierda francesa es el del Salario Vital Incondicional (SVI), que no tiene su referente en las rentas mínimas, sino en la extensión del sistema de seguridad social.
Para los y las defensoras del SVI la principal insuficiencia de la RBU radica en que no enfrenta los aspectos más lesivos del capitalismo, porque no prioriza la redistribución de la riqueza, sino la libertad y autonomía de las personas. Aunque no está escrito que la renta básica no se pueda conciliar con un esquema fiscal más redistributivo, lo que no aporta son herramientas o propuestas para disponer de la correlación de fuerzas necesarias para garantizar la dignidad de los ingresos. Parece evidente que no bastan los mecanismos democráticos, cuando estos han mostrado sus carencias para garantizar derechos constitucionales como el acceso a la vivienda o un trabajo de calidad. Otro dilema es su complementariedad con el sistema de protección social, porque para el FMI o el BM, la RBU es precisamente una justificación para reducir este y para pasar de un sistema redistributivo y progresivo a otro lineal y regresivo, completando la regresión experimentada desde los años ochenta a nivel social y económico.
La complementariedad de la RBU con el capitalismo plantea una última cuestión que es su incapacidad para superar sus vicios endémicos, como las externalidades y su impacto sobre el equilibrio ecológico, la estabilidad geopolítica, o los excesos y dislates de la economía financiera. La diferencia de los porcentajes en que unos y otros sitúan la RBU 20, 40, 60% de los salarios o de la renta per cápita, y la dificultad para forzar una mejora sin disponer de arraigo en el tejido productivo, condena la interacción al margen estrecho de una revolución de mini rentistas, votantes o consumidores, de efectos previsiblemente muy limitados. Si bien es cierto que nadie plantea la RBU como una palanca para un cambio sistémico, sino como un instrumento de mejora, parece evidente que pueda ser tan sólo parte de la solución, y que esta pasa, en términos de sostenibilidad social, económica, financiera o ambiental, por un cambio más profundo que, como en el caso del Salario Vital Incondicional toque los elementos centrales de toda transformación socioeconómica: trabajo y propiedad.
Si defendemos que la riqueza está al servicio del conjunto de la sociedad, que su redistribución pasa por el trabajo en su acepción más amplia, y que la propiedad ha de ser propiedad de uso, para no facilitar acumulación financiera y concentración del poder, la RBU puede ser un paso, pero no responde a los retos centrales que enfrentamos colectivamente. La economía de rentas no puede sustituir lo que nos corresponde en la lógica de la democracia económica, que se construye mediante la fiscalidad, la cogestión de las empresas, la protección social y la iniciativa y liderazgo públicos de la economía. Cualquier alternativa tendrá un efecto parcial, porque para los grandes actores financieros y económicos, la RBU no pasa de ser una economía de migas. Nadie plantea quien ha recogido el grano ni quien ha amasado o horneado el pan. La clave es la de ser quien corte las rebanadas, aunque sea al precio de repartir lo que cae del plato.
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