miércoles, 17 de febrero de 2021

El interés general

Algo se mueve cuando el 85% de los parlamentarios europeos han votado para reforzar las medidas contra los paraísos fiscales, incluidos los de la propia Unión. Estos nos cuestan medio billón de euros anuales en pérdidas de ingresos por la opacidad que practican países como Holanda, Suiza o Luxemburgo que ocupan, del 4º al 6º lugar en la lista de paraísos fiscales para sociedades (Tax Haven Index). Una buena muestra de la cicatería nos la da el caso del país que, aún caliente el escándalo Luxleaks, ha vuelto a los titulares vía ‘Openlux’. La patria chica de Jean-Claude Juncker atrae 58 veces su PIB en ‘inversión’ y traslada 67 veces su PIB a países y madrigueras. Luxemburgo es una de las lavadoras fiscales más potentes de Europa. Si se ha librado de ser considerado un paraíso fiscal ha sido por saber trasladar a las altas esferas de la política los intereses de las élites europeas, demasiado a menudo vinculados a algunas de las 55.000 sociedades fantasmas que acoge.

En nuestro caso, los 40.000 millones en fraude, los 77.000 en beneficios fiscales o los 59.000 millones en pérdida recaudatoria por la baja presión impositiva, nos muestran cómo la condición de paraíso le queda reservada a unos pocos. Son los mismos que, ante el incremento del tipo marginal máximo del impuesto sobre el patrimonio del 2,5 al 3,5% han puesto el grito en el cielo, como en el caso de las patronales, y con argumentos ciertamente estridentes. Así un incremento que afecta al 0,05% de la población es presentado como ‘confiscatorio’ y que atenta contra la ‘libertad’. Pero la cosa se torna aún más extravagante cuando se apunta que gravar con un 3,5% el patrimonio no es justo, porque las Letras del Tesoro están al -0,5%. Como si se asumiese que la finalidad de los negocios son los depósitos, y no la inversión productiva. Pero el agravio se vuelve puro fariseísmo cuando se denuncia que ante esta realidad, los contribuyentes habrán de vender una parte ‘importante’ de su patrimonio para pagar el impuesto.

Sesenta mil euros sobre 4 millones o cuatrocientos dieciocho sobre 15 difícilmente se puede considerar una parte ‘importante’, cuando las rentas que se le extraen al patrimonio son previsiblemente muy superiores. Requerir al Defensor del Pueblo para que denuncie el impuesto al Constitucional es pura pataleta, pero pone en evidencia la falta de compromiso de las élites empresariales. Presentar como un agravio a la sociedad un incremento que afecta a una de cada dos mil personas, y un impuesto que grava a una de cada cien, es pura ortodoxia y querencia por un relato neoliberal que ha empobrecido a buena parte de la sociedad. Después de reducir los impuestos sobre la renta, y de desplazar la carga tributaria de las rentas del capital a las del trabajo, y de los impuestos directos (sobre la renta) a los indirectos (sobre el consumo), el tercer paso en la receta de la desigualdad, es aguar o suprimir definitivamente el impuesto sobre el patrimonio y sobre las sucesiones. De manual.

La referencia al Constitucional es además especialmente desafortunada, cuando su artículo 128 establece que “la riqueza del país está al servicio del interés general”. Y parece evidente que la generalidad del interés no es la que se concentra en el 0,05% de la población. Si acaso el interés general radica en reducir la desigualdad para incrementar la cohesión, factor que prolonga las fases de crecimiento y hace menos vulnerable el tejido productivo. Pero, aun así hay quien continúa extendiendo paparruchas como que la reducción de impuestos incrementa la riqueza de los países. Como ha demostrado un buen número de expertos, los últimos David Hope y Julian Limberg de la London School of Economics este diciembre, los recortes fiscales sí incrementan la riqueza, pero tan sólo la del 1% más rico. A medio y largo plazo tienen un efecto neutro sobre el empleo y el crecimiento económico, pero un efecto nocivo sobre la cohesión social.

La ofensiva patronal parece inverosímil en el contexto de una fuerte crisis social y económica, con un crecimiento de la extrema derecha y una polarización social preocupante. Que en este contexto los millonarios recurran al victimismo es desafortunado. Invita a pensar en la redistribución de la riqueza y en si realmente interesa legitimar un sistema que beneficia exclusivamente a quien promueve el egoísmo, la injusticia y la hipocresía de la caridad. Ante la enorme dificultad que supone el hacer pedagogía con la fiscalidad y convencer de que no se trata de cuántos impuestos se pagan, sino de quien paga qué, lo más eficiente es concentrarse en una imagen y tratar de visualizar para quién queremos trabajar. ¿Para alguien ya muy rico y que nunca tiene suficiente? ¿O para aquellos que precisan del acceso a la educación y a la sanidad de calidad, a la emancipación o a una prestación digna en la vejez? A partir de aquí lo que cuenta es la voluntad política y su compromiso democrático.

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