martes, 8 de diciembre de 2020

Oportunismo y fe

Ortodoxia o pragmatismo. La primera ofrece la aparente solidez del dogma, eso es, un principio que tiene la cualidad de no poder ser negado y la exigencia de ser inmutable. El segundo tiene una orientación práctica, restringe la doctrina a su utilidad, y comporta la necesidad de escuchar y de reflexionar. Entre estos dos polos opuestos discurre el relato que hace Enric Juliana de nuestra historia reciente en su último libro ‘Aquí no hemos venido a estudiar’. La anécdota que da pie al título, recoge de una manera lúcida este antagonismo. Cuando en la cárcel de Burgos, en el año 1962, se abre entre los presos políticos el debate sobre si luchar sin renunciar a mejorar las propias condiciones, o si hacerlo concentrando todo el esfuerzo en la acción, esa es la respuesta tajante. Podría haber sido ‘aquí no hemos venido a escuchar’, o ‘aquí no hemos venido a pensar’, pero es a través del rechazo al estudio y al desarrollo del sentido crítico, como se impone el sentido de la disciplina, tan característico de la ortodoxia.

El ensayo del periodista catalán va más allá del debate que remueve el corazón de los partidos comunistas de la postguerra, resuelto en falso con la fragmentación que introduce la cuestión del eurocomunismo, y que entre otras derrotas, conlleva la división del PSUC. Ocupa también un lugar eminente la cuestión catalana o los grandes planes y pactos que pretendían transformar, adaptar y regenerar el modelo económico en España. En relación al tema de la soberanía en Catalunya Juliana describe cómo fracasa cualquier intento de articular un consenso amplio que aglutine sensibilidad nacional y proyecto social. No lo consigue Joan Comorera, el primer secretario general del PSUC, al iniciarse la andadura de este partido que sería admitido como miembro de pleno derecho en la Internacional Comunista, ni lo consigue tampoco, cuarenta años después, Antonio Gutiérrez Guti, a pesar del éxito que cosechó inicialmente un proyecto político que supo aunar catalanismo cultural, lucha obrera y oposición democrática.

En la España de mediados de los setenta, en ese momento en el que “la dictadura no acaba de morir y la democracia no acaba de nacer”, aquel en el que nacen los monstruos de la cita de Gramsci, aparece una tercera categoría que proliferará con fuerza en la política española, ‘el oportunista’. Lo es Felipe González que en Suresnes aprueba el libre derecho de autodeterminación para renegar dos años después, o lo son quienes aprovechan cada nueva crisis para, ir socavando en nombre de la ‘necesidad’, los derechos de la ciudadanía. Hay quien podría tener la tentación de confundir este oportunismo, que intenta sacar provecho personal a una circunstancia, con el pragmatismo, pero tienen poco que ver. Tanto el roble de Euskadi, Ramón Ormazábal, que representa la línea ‘ortodoxa’ del PCE, como el tornero de Badalona Manuel Moreno Mauricio que sintetiza la opción del diálogo, lucharon en primera línea contra el fascismo. Lo pragmático no quita lo valiente. Entender cuándo acaba la guerra y cuando comienza la paz, sí. Aunque eso, al oportunista le da igual.

La ortodoxia combina bien con los maximalismos, ya sea en el ámbito nacional, social o económico, y promueve la subordinación de los derechos fundamentales a los supuestamente ‘naturales’ o ‘nacionales’. En lo que nos afecta aporta luz la cita que hace Juliana del informe que Palmiro Togliatti remitió al Komintern en 1938 “Las dificultades de Catalunya derivan por un lado de la incomprensión de la cuestión nacional por parte de los socialistas españoles (…) y por otro lado por el hecho de que la Generalitat, de manera más o menos abierta, por exceso de susceptibilidad nacional o por mala voluntad, sabotea las medidas adoptadas por el gobierno central para la solución de los problemas vitales”. Para el ortodoxo, el consenso, ya sea para avanzar en la construcción de la democracia en toda su diversidad (nacional, social, económica), o para hacer frente a las exigencias de la política real (instituciones, leyes, presupuestos) supone una traición. La alternativa preferente es la de la crispación y la polarización, que promueven la regresión al dogma, del que el pragmático abomina.

Juliana sitúa tres momentos económicos trascendentales en nuestra historia reciente, El plan Nacional de Estabilización Económica (1959), los Pactos de la Moncloa (1977) y el de la respuesta a la gran recesión de 2008. Aquí se plantea la única discrepancia. La respuesta por parte del PP (2011-2018) supuso un ‘sacrificio’ colectivo, pero no comportó un consenso de país, al obedecer al dictado de una ‘UE’ imbuida por un nefasto dogmatismo económico. El tercer plan de estabilidad está aún por firmar. Tendrá que incorporar la sensibilidad de todas las fuerzas ‘democráticas’ y el acuerdo entre quienes representan capital y trabajo en este país. El reto es el de encajar los cambios estructurales (digitalización, cambio climático, demografía) en un modelo social y económico que permita aunar progreso y cohesión. Tampoco aquí puede faltar la revisión del modelo institucional y democrático. La ley electoral o la representación territorial (Senado) son rémoras que exigen una actualización urgente. Esta requiere de un consenso amplio que tan sólo se alcanzará si se margina el oportunismo y se renuncia al relato moral, como sucedáneo estéril de la Política en mayúsculas.

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