domingo, 13 de diciembre de 2020

Cara y cruz de la mayoría de progreso

El monográfico socioeconómico del Instituto Sindical Europeo (ETUI), cumple 20 años. La reciente edición del Benchmarking Working Europe 2020 traslada una visión panorámica de la economía y del trabajo en Europa, antes y después del impacto de la pandemia. En ella España no resulta especialmente favorecida. En la mayor parte de los gráficos figura a la cabeza o en la cola, en función de si los indicadores están organizados en sentido ascendente o descendente. Así España encabeza la previsión de la caída del PIB per cápita para 2020 (-12,5%) o es el quinto país en relación al riesgo de pobreza de la población, que aumentó, de 2013 a 2019, en plena fase de ‘crecimiento’. Algo tienen que ver las políticas sociales, cuyo impacto sobre la pobreza nos sitúa en el furgón de cola, si se excluyen las pensiones. También somos zagueros, junto a Grecia, en las tasas de paro y de empleo. A cambio somos líderes en temporalidad, en desempleo juvenil o, junto a Italia, en parcialidad involuntaria. De 2010 a 2019 conseguimos el bronce en pobreza laboral, y de las pocas estadísticas en las que pasamos desapercibidos es en Salario Mínimo, o en la cobertura que garantizan nuestros convenios colectivos.

Este es el cuadro que habría de presidir cualquier mesa de negociación que afecte al mundo del trabajo y a las políticas sociales. En Bruselas, en Madrid, y en Barcelona. Especialmente cuando sobre el debate político vuelve a cernirse la sombra de la condicionalidad, eso es, la factura que en términos sociolaborales pasará la Comisión Europea a cambio de los fondos de recuperación. Su expresión más evidente son las reticencias actuales del Ministerio de Economía, en conexión con Bruselas, a eliminar dos reformas que han empeorado singularmente la situación. La reforma laboral de 2012 se pretende condicionar a un acuerdo social que fue negado en el embate de Partido Popular y CiU, hace ocho años. Parecería lógico que la situación de partida recuperara el marco legal anterior (2011) y no diera por consumado el golpe de mano de la derecha española y catalana. Lo mismo ocurre con la reforma de las pensiones de 2013, aprobada unilateralmente por el gobierno Rajoy, que, tras el acuerdo en la comisión de seguimiento del Pacto de Toledo, se ha de afinar en el marco de la mesa del diálogo social, y tiene, en la revalorización y la jubilación anticipada, dos singulares piedras de toque.

El impacto de la pandemia del COVID-19 ha afectado especialmente a las personas jóvenes, y tiene un potencial destructivo enorme sobre las personas desempleadas de larga duración, sobre todo las mayores de 55 años. Ambos colectivos son discriminados rutinariamente por un mercado de trabajo que precariza el empleo juvenil tanto en términos de temporalidad (46,5%) como de parcialidad involuntaria (19%), y que reserva tan sólo un 3% de su oferta para los mayores de 45 años. Si el resultado en el primero es el de una tasa de emancipación que ha vuelto a caer en el primer semestre hasta alcanzar un inhóspito 17,3%, en el segundo comporta que las personas trabajadoras de más de 55 años que pierden su empleo, se vean confrontadas demasiadas veces con el paro de muy larga duración (+ de dos años), que, en un 75% de los casos, se concentra en este grupo de edad. Nuestro mercado laboral tiene así dos importantes segmentaciones. La primera en clave de género y la segunda por razón de edad, constituyendo los colectivos a la cabeza y cola de la demografía laboral los principales perjudicados.

Esta constatación no es inocua. La actualidad que reflejan las estadísticas clama por una revisión inmediata de una reforma laboral que garantice el empleo de calidad de las personas jóvenes, y el derecho al trabajo de quienes tienen más de 55 años. A falta de empleo, la revisión de la reforma de las pensiones ha de garantizar que aquellos/as a quienes se niega una oportunidad puedan disfrutar de una renta contributiva digna. Renunciar o estigmatizar estos dos colectivos significa prescindir en el tejido productivo del empuje y capacidad de quienes se incorporan al mundo del trabajo, y a la experiencia y criterio de quienes son apartados prematuramente. El hecho de obviar en el plan de modernización de la formación profesional (y para el empleo) a los mayores de 55 años, supone un despropósito importante, que ejemplifica la estigmatización de las personas trabajadoras de más edad. Habilitar espacios de encuentro que faciliten la transferencia de experiencia, de cultura laboral, entre mayores y jóvenes, ya sea en la formación, en la orientación, en la prevención o en la acreditación de competencias, mediante figuras laborales, o en el marco de una jubilación parcial efectiva, supondría un avance singular que además reforzaría la tan tensionada cohesión entre generaciones.

Lamentablemente, la imagen que preside las mesas de negociación tiene poco que ver con la realidad del mundo de trabajo, y mucho con algunos dogmas de fe económicos e institucionales. La situación del trabajo de jóvenes y mayores es tan sólo un ejemplo que pone en evidencia el exceso de ortodoxia en la negociación de las reglas que rigen el mundo laboral. Las decisiones equivocadas nos han llevado a donde estamos, y tienen mucho que ver con la falta de compromiso y de arrojo de quienes han negociado y negocian en Europa. No se podrá reactivar la economía sin superar los déficits existentes en las relaciones laborales o la formación, y menos aún de espaldas al diálogo social. Infolibre finalizaba recientemente un artículo sobre la reforma laboral diciendo que lo que es seguro es que Nadia Calviño y Yolanda Díaz no hablan el mismo lenguaje. Es cierto, uno es el lenguaje acomodaticio del pasado, el otro es el lenguaje del diálogo y de la construcción colectiva de un modelo social y económico justo. Cara y cruz de nuestra política de progreso.

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