domingo, 8 de noviembre de 2020

El requisito del diálogo

Algo falla cuando, por más que progresemos en el ámbito de la ciencia, más parecemos retroceder en la cultura del diálogo, y en lo que es, en esencia, la política. El espectáculo que se libra a estas horas en los EEUU, sugiere una involución que nos lleva allí donde los propios adeptos a Donald Trump nos quisieran ver. Steve Bannon, el instigador del nacional populismo en Europa e inspirador, entre otros, de la descarada ofensiva de la extrema derecha española, lo dice sin despeinarse. Si fuera por él volveríamos a la Inglaterra anterior a los Tudor, eso es, a la edad media, para poder ensartar en sendas estacas las cabezas del responsable del comité científico del Covid-10 y del director del FBI, y así clavarlas en el jardín de la Casa Blanca. La asesora especial en ‘fe y oportunidades’ del presidente, Paula White, tampoco le hace ascos al medievo. Así, en la noche electoral, entonaba una interminable oración colectiva en la que apelaba a dios y a los ángeles para que hicieran justicia y pusieran fin a la conspiración demoniaca que se cierne sobre América. La fundadora de la ‘teología de la prosperidad’ y millonaria gracias a su vocación pastoral, llegaba al clímax de su estridente rezo repitiendo machaconamente su epifanía: ‘Escucho el sonido de la victoria’. Una y otra vez.

Parece evidente que cuando a uno le habla dios directamente, no tiene necesidad de hablar con los demás, y esa podría ser la clave del mandato Trump. No porque el presidente que ha llevado a la zozobra moral y política a los EEUU, esté en contacto con dios, ni tampoco por el influjo que pudiera tener sobre él su electrizada sacerdotisa. Para eso el empresario debería tener la capacidad de escuchar, y eso supera incluso la voluntad de un dios omnipotente. El egocentrismo y la psicología pueril de Donald Trump, que encarna como nadie antes la tendencia a la infantilización y a la voracidad de la hegemonía neoliberal de este principio de siglo, impiden que ponga la oreja en otra cosa que no sea un espejo, y estos, como es sabido, hablan poco. Frente a la distorsión y el espectáculo grotesco de las declaraciones y bravuconerías del equipo presidencial, uno no sabe si reírse o si ponerse a temblar. Por eso, y con tal de encontrar refugio ante tanta miseria y ruido, es recomendable buscar algún bálsamo intelectual, por ejemplo en la voz pausada y grave de un viejo filósofo alemán. En nuestro caso lo hemos hecho, con excelentes resultados, recurriendo a Hans Georg Gadamer (1900-2002), testigo privilegiado, de principio a fin, del siglo XX.

El fundador de la filosofía hermenéutica define ésta como el arte de saber escuchar. Porque si el mundo y la historia nos ofrecen un mismo texto a todos nosotros, cada uno lo interpreta de manera diferente. No hay por eso comunicación sin la voluntad de entenderse y esto supone tal vez el reto central para la humanidad. La existencia de los demás parece limitar nuestra propia visión del mundo, porque, al confrontarnos con la diversidad, aparentemente cuestiona nuestra autoestima y egocentrismo. El problema es así de naturaleza moral y política, porque ampliar nuestro horizonte supone renunciar a lo que quisiéramos fijo e inamovible. Interactuar con los demás exige ponernos en su lugar, y asumir que no existe una posición única, segura, objetiva. El gran reto es así el de unirnos en la diversidad, saltar sobre nuestra propia sombra y educarnos, que no es sino adquirir la capacidad de ver las cosas desde la perspectiva del otro. El premio a tanto esfuerzo es la conciliación entre lo individual y lo colectivo mediante algo que es tan fundamental, y tan absolutamente remoto para lo que representa el actual presidente de los EEUU, como la solidaridad, que no es sino la capacidad de escuchar a los demás.

La estridencia de la época Trump es la del monólogo ensordecedor, del efectismo del mensaje, del intento permanente de monopolizar el relato. Algo tiene que ver la falta de diversidad y la distancia entre las personas que han instalado las mal llamadas redes ‘sociales’, que reducen el horizonte de posibilidad, a la adhesión u oposición a un determinado colectivo. Mucho han tenido que ver también los medios de comunicación generalistas, que pese a los satélites y la fibra óptica, han alimentado la crispación como quien levantaba la voz en el corrillo de un mercado en la edad media. Pero hay motivo para la esperanza. En el discurso presidencial, en el que Trump quiso desahogarse ante su incipiente derrota, las principales televisiones estadounidenses le cortaron el discurso y lo dejaron hablando solo. Este es el momento que debería quedarnos en la memoria. El artista del soliloquio abandonado en su burbuja de plástico. Los medios de comunicación que, al fin, abandonan al hombre espectáculo, y lo dejan sólo. No sabemos si humillado, pero sí vencido.

No hay comentarios:

Publicar un comentario