lunes, 5 de octubre de 2020
Mi coche
Mi coche descansa en el garaje. Por momentos temo que se sienta castigado, viejo, marginado, pero nada puedo hacer. Tal vez recuerde los buenos momentos que compartimos, después de que lo comprara con 6 años, y tan sólo 67.000 km, a una encantadora familia con tres hijos, en el umbral de la crisis anterior, a finales de verano de 2008. Lo escogí después de consultar sobre el particular a todos los taxistas de Barcelona, tras averiguar en una estadística de la Asociación Europea de Gruistas, cuál era el coche fabricado en Europa que menos trabajo les había dado el año anterior. Necesitaba confianza porque había nacido mi hijo pequeño y el vehículo que teníamos, con más de 300.000 kilómetros, aportaba bien poca. Tengo que decir que a lo largo de mi vida de conductor siempre dispuse de coches de tercera mano, heredados, comprados por cantidades ínfimas, pero amados de todo corazón. En este caso, a mi felicidad por ser mi primer coche de segunda mano, se añadía además otro factor. Junto a la casualidad de vivir en una casa construida el año en que nací, ahora conduciría un coche producido por avezados operarios checos el año en que nos casamos ¡Prometedora sincronía!
Excepción hecha de un verano que trabajé como chófer, nunca había conducido un coche tan nuevo. Me acuerdo de la satisfacción al comprobar que el suave murmullo del propulsor, el silbido redondeado del turbo, anunciaba una aceleración y potencia más que suficiente. Que si mantenía como velocidad de crucero la máxima permitida, no superaba las 2.800 revoluciones, con un consumo promedio de 6 litros. Los años siguientes disfrutamos del coche, viajando por toda Europa, de Cádiz a Kaliningrado, de Flandes a Montenegro, sin que nunca nos dejara tirados en la cuneta. En total fueron 175.000 quilómetros de vida familiar, de niños durmiendo en la banqueta, de atascos y compras, de conversaciones y músicas escuchadas con deleite viendo cómo pasaba el paisaje tras las ventanillas. A pesar de que para unos no es más que establishment o símbolo de estatus, para la gran mayoría de nosotros el coche es un símbolo de autonomía, de épica enlatada, pero de épica al fin. Y es que la sensación de pionero, de llanero solitario que nos invade cuando, sosteniendo la mano suavemente sobre el volante, buscamos el horizonte, tal vez nos pone en sintonía íntima con nuestros ancestros.
Pero todo cambió. A pesar de que ha sido un coche sincero, mucho más que sus primos alemanes, que cuando tosían en vez de decir 33, decían 24, ahora me lo tienen marginado. Con las limitaciones actuales, los coches antiguos han de ceder el paso a los modernos, con independencia de cuánto dióxido arrojen a la atmósfera. Se da la paradoja de que en nombre del medio ambiente se declara la obsolescencia de un producto que funciona, y que no resulta fácil de reciclar. Y mi coche no nos lo perdona. Porque le falta lógica. Si pasa aplicadamente cada año la ITV y muestra la polución que arrojan sus vísceras mecánicas a la vez que confiesa el kilometraje que ha realizado, la ecuación parecería fácil de resolver. ¿Por qué un coche que en potencia contamina menos, pero que por haber realizado más quilómetros ha contaminado más, ha de tener preferencia en la circulación? No es fácil responderle a un coche, sobre todo si está algo mayor y resentido. Si se le dice que ha de dejar paso a una nueva generación de coches, que el medio ambiente no puede limitar los ingresos de las grandes multinacionales del motor, parece como si mirara el techo del garaje ocultando su estupor.
Y he de confesar que me tiene medio convencido. Lo de la nueva normativa tiene un punto de clasismo. No es redistributiva al no penalizar a quien más contamina, sino a quien más podría contaminar, y beneficiar no a quien menos consume, sino a quien más se puede gastar en tecnología. El reciente informe de Oxfam-Intermon ‘Combatir la desigualdad de las emisiones de carbono’ explica en detalle en cómo han sido las desigualdades sociales las que más han promovido el cambio climático, y en cómo éste, a su vez, afecta más a los más desfavorecidos. Hoy el 50% más pobre genera tan sólo el 7%, mientras el 1% más rico genera el 15% de las emisiones globales. Y algo tienen que ver las tanquetas híbridas que conducen las personas pudientes, convencidas de que, a pesar de desplazar junto a ellos tres relucientes toneladas de chatarra, son prohombres y mujeres de la conciencia climática. Como recuerda el informe, la pandemia del COVID-19 ha desatado una fuerte contracción del consumo y un importante cambio en nuestros hábitos, y esto supone, al fin y al cabo, de una oportunidad en términos ambientales.
Es así hora de avanzar en la digitalización responsable de nuestro modo de producción, sin que suponga una nueva hipoteca para la cohesión social. Se trata también de cambiar la cultura de la movilidad, con más economía circular, consumo de proximidad y transporte público o compartido. Y es que, si lo pensamos bien, el problema no lo tiene mi coche, sino que lo tengo yo. De hecho, el reto no radica en la segunda parte del binomio ‘Mi coche’, sino en el pronombre que precede a ‘coche’ y que traslada esa apropiación patrimonialista de la tecnología, sin asumir nunca la responsabilidad sobre el impacto que tiene, ya sea hacer de llanero solitario o conducir una tanqueta híbrida por las calles de la ciudad. En esto, como en tantas otras cosas, el problema económico no reside en la tecnología, sino en el concepto de ‘propiedad’.
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