domingo, 11 de octubre de 2020
Dina y los dinosaurios
El 1 de noviembre de 2015 le robaron el móvil a Dina Bousselham en el Ikea de Alcorcón. La denuncia realizada por la colaboradora de Pablo Iglesias desencadenó un rocambolesco procedimiento judicial, que con la sigilosa trayectoria del bumerang, ha acabado por inculparla a ella y por poner en un brete a la actual coalición de gobierno. Si uno pretende entender la trama jurídica urdida a lo largo de los últimos cinco años, y a falta de la ayuda de una cabalista o de un criptólogo, es previsible que la instrucción despeje tan sólo dos dudas: A pesar de haber sucedido los hechos el día de todos los santos no existe aparentemente relación con el Vaticano, ni tampoco se ha detectado por ahora una trama sueca. Para todo lo demás, el juez García Castellón se ha dedicado en cuerpo y alma a remover toda certeza y entre todas ellas con especial saña una: la presunción de inocencia, ya no de la persona sospechosa, sino de la propia víctima.
Si la justicia en su vertiente más rancia ya nos tenía acostumbrados a esta ingrata variante de la suspicacia jurídica en algunos casos de violencia sexual y de género, ahora traslada esta perspectiva a la instrucción política. Si hace poco más de un año el juez invitaba a Pablo Iglesias a personarse en la causa como perjudicado, en su informe al Supremo lo acusa ahora de revelación de secretos, daños informáticos y denuncia falsa. A Dina Bousselham, en un principio denunciante, ahora la pretende imputar por falso testimonio. Si tomamos los tres ingredientes de un crimen, eso es, motivo, medio y oportunidad y nos quedamos tan sólo con el primero, el móvil, la argumentación del instructor de por qué el líder de Podemos querría desacreditarse justo cuando, en julio de 2017, estaba negociando con el PSOE una posible coalición de gobierno, peca de peregrina: Pablo Iglesias estaría haciéndose la ‘víctima’.
Ya hemos visto antes cómo, en España, a menudo la instrucción parece ajustarse no al razonamiento lógico, sino a los requisitos que impone el guion de una sentencia preconcebida. En este caso el objetivo es trasladar el foco de la presunción de inocencia de los denunciantes, Dina y Pablo, a otros actores, como el director de OK diario. A pesar de que el primero disponía de la tarjeta de memoria desde febrero de 2017, tenía tratos habituales con el segundo (PISA, pequeño Nicolás), y este último publicó información de la tarjeta en julio, a quien se le acusa de revelación de secretos es al dirigente de Podemos. No se toma testimonio al panfletista Eduardo Inda, a pesar de estar imbuido este, desde hace años, por una auténtica obsesión por el acoso y derribo de Iglesias, y concurrir por tanto en él motivo, medio y oportunidad. Si se imputa en cambio a los periodistas de ‘Interviu’ que, por criterio deontológico, decidieron no publicar los contenidos de la tarjeta.
Sin mediar acusación, ni por parte de la víctima, ni tampoco por parte de la fiscalía, el juez se convierte así en instructor orquesta y eleva su exposición al Supremo, levantando la lógica polvareda en los medios y de paso una cortina de humo que distrae de los procesos abiertos sobre las cloacas, cocinas y guerras púnicas de la derecha extrema. No se le escapa a quien analice el contexto, que la iniciativa sirve también para enturbiar, aún más si cabe, la cuestión de higiene democrática que comporta la siempre aplazada renovación del alto tribunal. Este cuenta así con una baza para reforzar su pugna con los poderes ejecutivo y legislativo que, hace bien poco, marcó posición sobre este asunto por mayoría cualificada. Para identificar a qué intereses sirve el desarrollo de la instrucción no hay que mirar muy lejos. Parece evidente quién tiene más frentes judiciales abiertos y por tanto más que perder si como dice pretender, y a pesar de desentenderse de su responsabilidad institucional, se despolitiza la justicia.
La situación de la justicia en nuestro país es enrevesada, profundiza la crisis reputacional de las instituciones democráticas, y no hace sino alimentar un conflicto permanente de incierto final. El reciente informe sobre el Estado de Derecho en la Unión de la Comisión Europea llama la atención sobre algunos aspectos como la falta de una estrategia integral de lucha contra la corrupción o la ampliación de los plazos de prescripción de los delitos graves. El grupo de estados contra la corrupción (GRECO) definió el bloqueo político en la renovación del Supremo como el talón de Aquiles del sistema judicial en España y en su última evaluación, destacaba cómo de sus 11 recomendaciones anteriores tan sólo se habían cumplido dos. No es tan sólo que la justicia en España sea cara a pesar del déficit crónico en magistrados, y de carácter eminentemente masculino, sino que le pesa como una losa su dependencia y parcialidad.
Que el Partido Popular intente colocarle el sambenito de la politización de la justicia al gobierno de progreso, y amenace con esgrimir este argumento para recortar los fondos europeos de reconstrucción no manifiesta sino deslealtad e histrionismo, lo que no supone tampoco novedad alguna. Pero haría bien el gobierno en recoger el guante y situar, como prioridad democrática, el poner fin al embrollo que aqueja nuestro sistema judicial. Para ello hay que empezar por prohibir las puertas giratorias judiciales, perseguir los intentos de control político (desde delante y desde detrás), fijar criterios estrictos de incompatibilidad entre la carrera judicial y la política, y enfrentar a su responsabilidad a aquellos jueces que instrumentalizan la justicia con tal de realizar favores políticos.
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