domingo, 27 de septiembre de 2020

De Cobi a Covid

Cobi tenía pulgas y, treinta años después, aún nos seguimos rascando. La etapa que arrancó con la olimpiada de Barcelona supuso una transformación profunda en todos los sentidos: urbanístico, cultural, social y económico. La vivimos con la ilusión de quien se traslada a un piso nuevo, y tardamos décadas en comprender que este tenía problemas estructurales. Los grandes acontecimientos del año 92, tenían que ser la puesta de largo con la que, superados los traumas históricos, nos incorporábamos a la vanguardia global. Sin complejos. Pletóricos. La identidad se convertía en una mercancía brillante, excitante, que pasaba página de una economía precaria, de una sociedad convulsa, y abría un horizonte en el que la prioridad era lo que ofrecíamos, y no lo que pudiéramos necesitar. Fue el año en el que se instaló, entre nosotros, una cabra salvaje, ‘Steinbock en los Alpes, ‘Ibex’, en inglés, un animal que, sin miedo al riesgo, remonta las cumbres más escarpadas y pone orden a golpe de cornamenta. El marketing y la apariencia venían así de la mano de la especulación, y sin darnos cuenta, nos hicimos cada vez más pobres y dependientes.

Se normalizaba y se volvía hegemónica así una tendencia impuesta años antes. De 1983 a 1996 hubo una media de 7,4 privatizaciones anuales de grandes empresas. De 1980 a 1994 el sector industrial redujo su peso en 6,4 puntos sobre el PIB. Mientras Cobi y Curro vestían el glamour de la España postindustrial, en la sala de máquinas, Carlos Solchaga iniciaba la secuencia por la que el testigo del liderazgo económico pasaba de lo público a bancos y cajas, y de aquí a los fondos de inversión. Esta transferencia ‘generosa’ se acompañaba de un ajuste en las reglas del mundo laboral, con la reforma de 1994, que completaba la de 1984, e institucionalizaba la precariedad crónica de un tercio de la fuerza de trabajado. Este era el influjo de un nuevo equilibrio de poder en el que las empresas, aun aportando no más que el 7,5% de los ingresos del estado, y generando empleo tan sólo para el 7,35% de la población ocupada, definía, en buena medida y siempre mediante mecanismos opacos, las condiciones de vida y de trabajo. El carácter compulsivo del liderazgo económico llegó a su clímax con la burbuja inmobiliaria que estalló en 2008.

Y la factura la pagamos todos. La socialización de los riesgos asumidos se realizó en dos pasos. Primero mediante el incremento de la deuda, del 38 al 100%, y más tarde mediante las medidas impuestas para permitir que el estado obtuviera crédito y que se articularon en el marco de nuevas reformas laborales y de recortes en el estado del bienestar. Se ponían así las bases para la vulnerabilidad que ha hecho evidente la irrupción de la crisis pandémica, y se completaba el ciclo perverso que lleva de la Catalunya del Cobi a la del Covid-19. Por en medio el valor añadido bruto industrial en Catalunya pasó del 32,7% al 19,3%, en 2019, y el de los servicios del 52,5% al 74,4%. Aunque el salario medio se mantuvo bajo, pero estable, el gasto en vivienda, en la cesta de la compra o en electricidad, se fue comiendo la capacidad de ahorro de la mayor parte de los hogares. Desde 2014, el 1% más rico obtiene más ingresos que el 50% más pobre. Un hito histórico en términos de desigualdad. Vivir en un escaparate inhóspito y expuesto, ha supuesto un aumento tóxico de los alquileres, una degradación de las condiciones laborales y nos ha condenado a una pérdida de músculo industrial.

El incremento de la desigualdad que ha comportado la pérdida de iniciativa y de liderazgo político se ha acompañado de una creciente desconfianza en las instituciones, y de una polarización que hoy nos confronta con los peores fantasmas del pasado. Mientras algunos hablan de ‘confrontación inteligente’, muchos continuamos pensando que la inteligencia no está en la fuerza de los cuernos, sino en el instinto de cooperación, que no es la inteligencia de unos pocos, sino la de todos juntos. Esto es lo que se ha perdido obviando el liderazgo público de la economía, que es, al mismo tiempo, la renuncia a ejercer la política al servicio de los intereses legítimos de la población.

Superar estos treinta años de desorientación y de desbarajuste económico y social, reclama que se recupere la iniciativa colectiva. La mejor y tal vez la última opción consiste en una gestión ajustada y social de los fondos que facilita la Comisión. Pero se ha de acompañar de un debate sobre fiscalidad, eso es, sobre la redistribución de los esfuerzos. Para desarrollar el modelo social. Para regenerar, al mismo tiempo, un proyecto industrial y económico que enfrenta retos singulares. El modelo de apariencias y externalidades introducido en 1992 ha mostrado todas sus debilidades. La calidad democrática y la robustez del estado del bienestar dependen de la economía. Esta, a su vez, no depende de la creación monetaria sino de la redistribución de la riqueza. Y es que la Política en mayúsculas es, en primer lugar, pura fiscalidad.

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