domingo, 7 de junio de 2020

Encuentros en la tercera fase

El 11 de marzo la Organización Mundial de la Salud declaraba la primera pandemia causada por un coronavirus. Reconocía así su carácter global, dado que, a diferencia de una epidemia, la primera ha de tener un carácter transcontinental. Al acabar su declaración el Director de la OMS realzaba cuatro palabras útiles para inspirar la acción contra la pandemia: prevención, preparación, salud pública y liderazgo político. En relación a la última hay que constatar que, por desgracia, sólo nos acordamos de Santa Bárbara cuando truena. Nuestro modelo socioeconómico pospone una y otra vez lo esencial, y tan sólo nos acordamos del estado cuando ya zozobramos en plena tempestad. Si el liderazgo político ha sido esencial para contener sanitariamente el potencial destructivo del virus COVID-19, también habría de serlo para definir y ejecutar las dos fases que se inician en este momento.

El mercado no siempre provee de lo necesario. Lo hemos visto en la primera fase, sanitaria, donde la oferta de elementos tan esenciales como mascarillas y EPIs, test y vacunas, camas de UCI o personal cualificado, no tan sólo era insuficiente, sino que no pudo ser facilitado o producido por falta de capacidad. En la fase social de la crisis, marcada por la demanda de ingresos por parte de la ciudadanía y del tejido productivo, si bien la respuesta gubernamental ha sido dinámica, mediante un gran número de iniciativas legislativas, en su operativa ha topado con los lastres dejados por los recortes y la falta de inversión, que han limitado la respuesta administrativa a pesar del esfuerzo de los trabajadores/as de la función pública. Este déficit estructural condicionará también la eficiencia en la gestión del Ingreso Mínimo Vital, un importante paso adelante para superar la anemia crónica de nuestra política social.

La tercera fase, la de la reactivación económica, topa, a diferencia de la sanitaria y social, con un importante obstáculo ideológico. Así lo traslada el gobierno catalán a través de la vocación repentina por confiar la iniciativa a supuestos ‘expertos’, o el ámbito comunitario, donde el tan celebrado plan de ayudas auspiciado por Merkel y Macron se articula en primer término no mediante inversión pública, sino a través de ayudas al sector privado. A pesar del renovado keynesianismo que brota con fuerza tras cada nuevo fiasco de los preceptos de la economía neoclásica, la inercia de los intereses creados supera aún con mayor vigor la vocación pública de las políticas, al poco de asomar el sol al horizonte. Conviene así revisar el rol del liderazgo político al que apelaba el Director de la OMS en una cuestión tan poco neutra como superar la crisis, no recuperando la normalidad anterior, sino esa ‘nueva normalidad’ de la que hoy se habla.

El artículo 128 de nuestra constitución subordina en este sentido la titularidad de la riqueza del país al interés general, y reconoce la iniciativa pública en la actividad económica. Su redactado recoge lo que ya expresaba el Art. 44 de la Constitución del 31 y se sitúa en la órbita de otras constituciones europeas, como la ley fundamental de Bonn que, en su artículo 14.2, establece que la propiedad obliga y que su uso debe servir al mismo tiempo al bienestar general. El art. 128 no hace sino recoger de manera objetiva los derechos subjetivos recogidos en el capítulo III del Título que la Constitución dedica a los derechos y deberes fundamentales, entre los que figura el derecho a la educación y al pleno desarrollo de la personalidad humana (Art. 27), a la sindicación (Art. 28), al trabajo (Art. 35) a la salud y cultura (Art. 43 y 44), a un medio ambiente adecuado (45), a la vivienda digna (47), o a la suficiencia económica en la tercera edad (50).

En su recorrido histórico, el Art. 128 se ha visto limitado, desde los años noventa, por la aplicación preferente del principio de racionalización y eficiencia, en aras de un derecho comunitario que prioriza el mercado interior y la libre competencia, limitando la intervención pública al plano puramente regulatorio. En la construcción de esa ‘nueva normalidad’ nos encontramos así con una doble traba; la de los recursos presupuestarios que limita la Unión Económica y Monetaria, y la de la subordinación del liderazgo público de la economía a la lógica de un mercado que ha mostrado sus insuficiencias en la creación, gestión y recuperación de la crisis anterior, y que ha tenido como resultado una mayor desigualdad social y territorial en Europa. Superar estos obstáculos debería ser la prioridad política en el plano europeo, pero no debería limitar la capacidad de articular consensos de país en este momento tan singular.

La ‘nueva normalidad’ no se podrá construir exclusivamente desde el marco regulatorio, sino que precisa de un acuerdo de país que defina objetivos comunes y facilite recursos legales y económicos para realizarlos. En este sentido es insoslayable recuperar la afirmación genuina del artículo 128, pero también del artículo 131 de nuestra Constitución, que habilita al estado para “planificar la actividad económica general” con tal de atender las necesidades colectivas “equilibrar y armonizar el desarrollo regional y sectorial y estimular el crecimiento de la renta y de la riqueza y su más justa distribución”. En esa planificación el gobierno ha de contar con las previsiones de las Comunidades Autónomas y de los agentes sociales. La tercera fase de esta crisis se ha de caracterizar por el liderazgo político, articulado desde la complicidad, desde un amplio consenso de país y desde el diálogo social, marginados, durante demasiado tiempo de lo que se ha llegado a considerar como ‘normal’.

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