
El dominio de los recursos de producción en el mundo mediante eso que conocemos como ‘capitalismo’, se ha acompañado de un relato hecho a medida que no pretende sino presentar la historia como un mecanismo lógico e inevitable en la lucha por el crecimiento y el bienestar de todos. George Orwell decía que la historia la escriben los vencedores, y si hoy analizamos el aparato de datos facilitado entre otros por Piketty, parece evidente quién ha sido el vencedor de la historia. Contrastar y desvelar las incoherencias de este relato hegemónico ha sido y es el objetivo central de economistas, sociólogos e historiadores de la izquierda. Uno de los ejemplos más recientes lo tenemos en la obra póstuma de Josep Fontana ‘Capitalismo y democracia’ que, en el subtítulo, sitúa claramente su ambición intelectual, que no es otra que explicar ‘como empezó este engaño’ y aclarar el pasado con tal de ayudarnos a entender mejor como continua actuando hoy el capitalismo.
La etapa analizada por el historiador catalán va de la guerra de los siete años (1756-1763) al conocido eufemísticamente como ‘año de las revoluciones’, eso es, 1848. En este periodo se establecieron los mecanismos centrales del capitalismo que hoy siguen actuando. El primero de todos ellos es el control sobre las materias primas y el comercio global que se ejecutaba, ya en el siglo XVII, mediante las compañías oficiales (East India Company…), sociedades anónimas vinculadas a gobernantes y propietarios, provistas de ejércitos propios que controlaban el comercio y que competían por sus zonas de influencia, que se redefinieron con la guerra que sitúa el inicio del relato de Fontana. Los productos eran el café, té, azúcar, algodón, pero también la propia fuerza de trabajo, explotada en su lugar de origen, o transportada mediante el esclavismo a las plantaciones donde se iniciaba una cadena de valor controlada desde principio a fin.
En el ámbito interno de las potencias comerciales, el nacimiento del capitalismo tiene que ver con la desarticulación de las formas de producción de campesinos y artesanos, que habían inducido un crecimiento ‘desde abajo’ gracias a la gestión colectiva y a avances tecnológicos posteriormente negados por el relato de la ‘revolución industrial’. El ejemplo más evidente es la privatización, mediante el ‘enclosure’ (cierre) británico, de las tierras comunales que expropió, entre 1750 y 1820, el 30% de toda el terreno agrícola inglés destruyendo los medios de subsistencia y proletarizando al campesinado. Lo que se ha presentado intencionadamente como lucha contra el feudalismo fue, en otro orden de cosas, la marginación, mediante la mecanización, de los trabajadores de oficio y artesanos, organizados también colectivamente en gremios, en una revolución industrial que se caracterizó por un cambio ‘revolucionario’ en las formas de propiedad.
En su análisis Fontana cita a Marx para subrayar el paralelismo en el control de la fuerza de trabajo en las colonias con el que se ejercía sobre la propia ciudadanía. Así “la esclavitud oculta de los obreros en Europa (fue) el complemento necesario de la esclavitud abierta de las plantaciones americanas”, con el fin de espolear un crecimiento que, en teoría, beneficiaba al conjunto de la sociedad pero que, en realidad, no supuso sino una redistribución evidente de la riqueza, a nivel internacional, y dentro del propio tejido social nacional. El relato hegemónico interpreta estos cambios como la superación de un régimen feudal en el contexto de un progreso tecnológico inevitable y que se legitima por sí mismo, obviando el gobierno del sistema y presentando el mercado como una ley natural cuando, como escribió James Galbraith, “no hay mercados sin gobernanza, gobierno y regulaciones” y la revolución no fue sino “el inicio del reino de los banqueros” (Fontana).
En relación al gobierno y control del sistema de producción la última pieza del mecanismo histórico es el control político que, ante los riesgos que situó la revolución francesa, culminó mediante las revoluciones de 1830 y 1848, que el relato hegemónico sitúa como la victoria de la burguesía en beneficio del conjunto de la sociedad. Cómo se ha dado estabilidad a un modelo que hace compatible la ilusión de libertad democrática con la redistribución interesada de la riqueza generada por una masa de trabajadores ‘expropiados’, completa el libro de Fontana que, en su epílogo, traza la actualidad de los mecanismos introducidos desde el inicio del control sobre el comercio mundial. Así el historiador catalán sitúa en su obra póstuma (2018) la expropiación de las tierras comunales en el hemisferio sur, el debilitamiento de la capacidad negociadora de los sindicatos, o la introducción de formas de producción como la ‘gig ecoomy’, como elementos que prologan un modelo social y de producción extractivo, y legitimado por un relato hegemónico interesado y falso.
Nos recuerda Fontana que “lo más extraordinario es que la burguesía consiguió la plenitud del éxito al convencer a las capas populares de que estas revoluciones (feudal, industrial…) destinadas a preservar el monopolio de los derechos políticos para los propietarios, y a utilizarlos para preservar sus privilegios, se hacían en beneficio de la libertad de todos”. Superar la explicación del carácter ‘necesario’ de este tipo de progreso y desenmascarar también la ambición instrumental que subyace al relato de un único ‘crecimiento’ posible (no el social sino el económico), es hoy la prioridad para superar un capitalismo que, por su codicia, cuestiona la sostenibilidad política y social de la humanidad en un planeta asediado por crecientes tensiones demográficas, climáticas y económicas. El gran historiador catalán situó algunas de sus claves centrales. De nosotros depende desarrollar y trasladar a la realidad un modelo alternativo que garantice un verdadero progreso y crecimiento que sea realmente democrático y social.
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