
A día de hoy son demasiados los hogares que no disponen de un ingreso por prestación por desempleo. Si los Expedientes de Regulación Temporal de Empleo han permitido superar el impacto de la crisis provocada por el Covid-10, salvando a muchas empresas del cierre y de la insolvencia, no ha pasado lo mismo con las personas que han visto suspendidos sus ingresos. El colapso del servicio público de empleo estatal, que ha tenido que hacer frente a una tramitación que supera en 10 y 15 veces la habitual, ha comportado que muchas personas tengan que posponer el pago de su alquiler, y que muchas otras estén haciendo cola ante el banco de alimentos. El contexto que implantó la devaluación impuesta por las reformas estructurales se muestra ahora en toda su crudeza. El año pasado había un 28,3% de catalanes que no podían hacer frente a un gasto extraordinario de 700 euros, y un 28,1% llegaba a fin de mes con cierta dificultad. La pérdida de poder adquisitivo de los salarios ha reducido la capacidad de ahorro y ha comportado que haya un número desproporcionado de trabajadores que han de vivir ‘al día’.
Ya antes de esta nueva crisis había medio millón de personas asalariadas que, a pesar de tener un trabajo, estaban en riesgo de pobreza o exclusión social. Cuando los ingresos se han reducido en un 70%, por pasar de un salario a una prestación, este colectivo se habrá ampliado notoriamente, pero incluso así, estarán en una situación infinitamente mejor que aquellos y aquellas que, por el cuello de botella en la tramitación, están pendientes de cobrar, en muchos casos, desde marzo. Y no se trata de una ayuda o de un subsidio, sino de un derecho que constituyeron con cada cuota que les descontaron del salario. Y eso sin hablar de los que no tienen ordenador, o de aquellos a quienes les faltan competencias para tramitar por internet sus reclamaciones y se ven confrontados con una línea telefónica en la que nadie responde. Todas las crisis tienen algo en común, como mínimo las más recientes. Siempre acaban ahondando las desigualdades y así hoy, quien tenía un trabajo presencial, menos valorado y con menor capacidad para constituir una reserva, ya sea por trabajar de manera estacional o a tiempo parcial, está peor, sufrirá más y saldrá más debilitado.
Si la división competencial entre políticas pasivas (prestaciones) y activas (activación del empleo) en el mercado de trabajo tiene una cierta lógica, esta se estrella contra la realidad cuando aparece una situación extraordinaria como esta. Una crisis hace que sea imposible nadar y guardar la ropa. La secuencia implica que haya un primer momento en el que la máxima prioridad sea la de salvaguardar los ingresos, y una segunda, en la que se han de poner todos los recursos para recuperar la actividad. Las parcelas no pueden ser excluyentes, sino que tiene que haber cierta flexibilidad, un espíritu de complicidad, de complementariedad entre las administraciones que intervienen en el mundo del trabajo. Hoy esta necesidad no se está satisfaciendo. Las denuncias de la incompetencia o falta de capacidad para responder a las necesidades que se han lanzado de un servicio de empleo público al otro, son profundamente inoperativas cuando lo que está en juego es el bienestar y la satisfacción de los derechos de los trabajadores y trabajadoras. Hace falta hacer explícita la voluntad de cooperación y arremangarse para remar en una misma dirección.
Las identidades colectivas son siempre respetables, como lo son sus símbolos y tradiciones, pero hay un momento en el que se ha de entender que las banderas no dan de comer. Si además la falta de entendimiento entre administraciones se inscribe no en una mayoría política, pero sí de investidura de un gobierno que nos había de ahorrar la brutalidad de una mayoría de derechas, la cosa aún se entiende menos. Evidentemente la argumentación es voluble a la tentación de hacer explícita que si hubiera una sola administración todo iría mejor, o de decir que son los otros los que son inoperativos, pero al final del día, lo que pone en evidencia la precariedad injustificable de la ciudadanía es que, en su conjunto, la cosa no funciona. La polarización política ha comportado un enroque de las administraciones que es profundamente insensible a su principal mandato, que no es otro que el de satisfacer las necesidades de la ciudadanía.
Si el burro es el símbolo de la tozudez cuando se trata de defender las ideas propias, ha llegado la hora de entender que cuando se trata de las cosas de comer no todo vale. Lo de enrocarse puede estar bien para los momentos de paz, cuando se trata de afirmar la propia posición, pero no cuando el conflicto se extiende por los hogares y la prioridad es llenar despensa y nevera. En otros países la movilidad horizontal entre administraciones se da por supuesta. Aquí junto al tamaño de las empresas, la vulnerabilidad de las relaciones laborales y la falta crónica de recursos por causa de la tolerancia fiscal con aquellos que ganan más de lo que se merecen, se está convirtiendo en el principal reto que hemos de enfrentar. Este reclama más generosidad y una visión periférica que le falta al burro, al menos hasta que le sacan las anteojeras.
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