
Este texto, cuya versión final cumple ahora 100 años, sitúa la estrecha relación que existe entre Lutero, Calvino o los puritanos, y el desarrollo del capitalismo, especialmente en los Países Bajos, Alemania o Inglaterra y su principal colonia, hoy los EEUU. Al comienzo del ensayo recoge como ejemplo de la nueva doctrina a Benjamin Franklin, que además de inventar el pararrayos y las lentes bifocales, fue referente moral de su tiempo, y se ganó por sus logros, el ser eternizado en los billetes de 100 dólares. “Piensa que el tiempo es dinero”, o “Haz cuentas de tus gastos e ingresos y descubrirás cómo los pequeños gastos se pueden convertir en grandes sumas”, son algunas de sus máximas que trasladan de la manera más sencilla y clara una evolución ideológica por la que la riqueza se erigió no en un medio para un fin (disfrutar la riqueza no es sino ociosidad y pecado), sino en un fin en sí mismo.
El origen de esta transformación está menos en la música que en la letra. Así la traducción de la biblia al alemán utilizó la palabra ‘vocación’ (Beruf) para referirse al trabajo, eso es, una vía no para garantizarse el sustento, sino por la que congraciarse directamente con la divinidad. El ascetismo salía así de conventos y monasterios (ora et labora) para alcanzar, mediante el trabajo entendido como sentido último de la vida prescrito por dios, al conjunto de la sociedad. En paralelo se abre la veda para la riqueza, descargándola de todo sentido de culpa, siempre y cuando su fin no sea el de satisfacer placeres carnales y pecar, sino su simple acumulación. “Hemos de amonestar a todos los cristianos para que ganen lo que puedan y ahorren lo que puedan, y el resultado es que se harán ricos”. Se pasa página por tanto del sermón de la montaña, de Mammón y de la vida ultraterrena, porque, entre otras cosas, Calvino y los puritanos comparten la firme convicción de que dios tan sólo beneficia a los suyos en vida.
Gracias al ascetismo se juntan así el hambre y las ganas de comer. La constricción del consumo pecaminoso y la condena de la ociosidad por un lado, y la obligación ascética del ahorro por el otro, comportan necesariamente la acumulación de capital. Que los ideólogos de esta nueva visión moral fueran virtuosos de la comunicación y de su principal herramienta, la imprenta (Lutero, pero también Franklin, que se hizo rico con su ‘Almanaque del pobre Richard’), no hizo sino facilitar la rápida extensión del nuevo credo, más aún cuando, como se puede comprobar en la siguiente cita, desde un principio comportaba también una visión ‘nacional’. Así Lutero en otro sermón, este sobre el ‘comercio’ dejó dicho: “Inglaterra tendría menos dinero si Alemania no le comprara sus telas, y el rey de Portugal también tendría menos, si le dejáramos sus especias. Calcula cuánto dinero se saca de Alemania sin necesidad ni causa en cada feria en Frankfurt y te sorprenderás cómo puede ser, que nos siga quedando un céntimo”.
Para paradoja el final de la cita: “Frankfurt es el agujero de plata y oro por el que sale de Alemania lo que tan sólo aquí engorda, crece, se acuña o forja.” Si pensamos que hoy Frankfurt es la sede no sólo del Banco Central Europeo, sino también del alemán, el Bundesbank, entenderemos hasta qué punto han cambiado las tornas. Con un superávit récord de las cuentas públicas y una balanza comercial que se ha mantenido por encima del 6% del PIB desde 2011 y que, de 2015 a 2017, estuvo por encima del 8%, parece indiscutible que el flujo monetario ha cambiado de sentido, y quién coloca hoy, no especias o telas, pero sí créditos y coches. Que más allá de sermones, montañas y del vituperado Mammon la construcción de Europa se presenta harto complicada con estos planteamientos, parece evidente.
Como recuerda Max Weber el origen del capitalismo no está en el protestantismo, pero sí su rápida expansión y su legitimación moral. Hoy cuando hablamos de mutualizar la deuda y de introducir políticas fiscales que graven no por razón de la nacionalidad, sino por los ingresos de cada cual, parece inevitable revisar la supuesta base ‘moral’ del capitalismo y de resetear la economía para favorecer no la acumulación de capital, sino la capacidad de satisfacer las necesidades reales, en términos de salud, de autonomía y de dignidad de las personas. La economía financiera ha demostrado su toxicidad social o climática pero también para la construcción de Europa, y algo tiene que ver en ello Mammon.
No sabemos si la riqueza hay que dejarla para el más allá, o acumularla sin disfrutarla en vida. Lo que sí parece concluyente es que las necesidades las dicta la realidad; mundana, humana y terrenal. En lo que concierne a Europa, eso significa que la vara de medir se queda corta si la reducimos al PIB, al déficit o a la deuda y no incluye indicadores que recojan la satisfacción de las necesidades y de los derechos de la ciudadanía. No habrá progreso en Europa sino ajustamos la vara de medir a las personas, y si no circunscribimos a ese único horizonte, más allá de todo prejuicio moral, el sentido último de toda economía y de toda política.
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