domingo, 5 de abril de 2020

Riesgo moral

Hace cerca de diez años el conseller Boí Ruiz dejó dicho que “No existe un derecho a la salud, porque esta depende del código genético que tenga la persona”. Quiero pensar que este exabrupto, proferido por quien, tras más de quince años en la sanidad privada, recortó la pública hasta dejarla en mínimos, es contestado por el aplauso que enciende balcones y calles cada atardecer, cuando intentamos trasladarle nuestro aliento a los profesionales de la salud. Somos mucho más que una suma de individuos (Thatcher), y haremos bien en poner en valor la inteligencia colectiva que subyace a la solidaridad, cuando pongamos los fundamentos que nos permitan superar el desafío actual. El momento de confinamiento nos impone una reflexión individual, que se ha de resolver en otra de carácter colectivo. Y ésta ha de articularse en diversos planos para garantizar que la vuelta a la normalidad supere el carácter de crisis permanente instalado en el ámbito político, social, climático, tecnológico y demográfico.

Uno de los planos en el que es urgente un cambio estructural, es sin duda el de la Unión Europea. El coma inducido de la economía no puede convertirse en una agonía para el proyecto común, porque éste condiciona nuestra vida en aspectos que son esenciales. En este sentido, la reedición de la división entre norte y sur, puesta en evidencia en la cumbre telemática del pasado Consejo Europeo, supone un reto en toda regla. La posición del frente de la austeridad, que se resume en un ‘que cada palo aguantes su vela’, recupera la hipocresía, repugnante y mezquina (Anton Costa), que se impuso en la gestión de la crisis financiera. Las declaraciones del ministro de finanzas holandés, Wopke Hoestra, en la línea de su insufrible antecesor, Jeroen Disjjelbloem, o las del homólogo alemán, tildando de debates ‘fantasma’ e ideas ‘zombi’ cualquier conato de abrir el debate sobre la mutualización de la deuda, recuperan el esperpento del ‘riesgo moral’ y de la supuesta primacía moral del norte.

La vocación hegemónica de Alemania o Países Bajos, reforzada por la imposición de sus intereses en la crisis anterior, supone una amenaza para Europa que no debe consolidarse. Recuperaba un articulista recientemente una conocida cita de Tierno Galván: “El poder es como un explosivo: o se maneja con cuidado, o estalla”, y deberían hacerla suya, a pesar de recoger el criterio de un hombre del sur, Merkel, Rutte y algunos más. La sociedad alemana padece una de las concentraciones de la riqueza más altas de la OCDE, con un 1% de la población, que acumula el 50% de la riqueza nacional. Tras la defensa de su supuesta soberanía popular, se ocultan intereses del capital industrial y financiero, que no harán sino alentar la fragmentación europea y, con ella, la voracidad del populismo más visceral. Es inaplazable recuperar un discurso social. Porque se trata de redistribuir las cargas que conlleva la ‘Crisis’ en mayúsculas, sin hacer diferencias entre estados, sino entre trabajo y capital.

Si el dieselgate o la ingeniería financiera de países como Holanda ponen en entredicho su supremacía moral, es hora de que decidan entre dos alternativas irreconciliables. Un proyecto social Europeo, o una convivencia civilizada entre naciones, pero en la que no se distribuyan los papeles, para que unos hagan de lastre monetario, manteniendo bajo el tipo de cambio para facilitar la exportación, y los otros, de globo y de piloto. Las medidas propuestas en el marco del presupuesto europeo (insuficiente), de flexibilización del Pacto de Estabilidad y de Crecimiento, con la activación de la cláusula de salvaguardia, los fondos habilitados por el Banco Central Europeo, o la transformación del Mecanismo Europeo de Estabilidad, se quedan en este sentido muy cortos. No hacen sino trasladar la lógica darwinista de los Boí Ruiz y del neoliberalismo hegemónico, a un proyecto europeo que se acerca al punto de no retorno, y que puede salir del coma político permanente, con la palidez cerúlea del muerto.

El proyecto común languidece desde hace demasiado tiempo, confinado en la trampa de la liquidez. Hay dinero, pero no se gasta porque falta la dirección y las inversiones públicas para una política de progreso económico y social. Superar esta crisis de crecimiento europeo (en todos los sentidos) reclama políticas fiscales con ingresos armonizados, de carácter transversal, y de inversiones mutualizadas en el marco de bonos europeos, mediante un salto cualitativo en las funciones y capacidades del Banco Europeo de Inversión. El escenario es el de un reto común no tan solo por la pandemia, sino por los desafíos inaplazables en el plano de la revolución tecnológica, de la lucha contra el cambio climático, de la recuperación de la cohesión social, pero también del comercio global, puesto en evidencia antes del COVID-19. Suponen todos ellos un ‘choque simétrico externo’, así la carta de 9 países europeos al Presidente del Consejo Europeo, y merecen una respuesta unitaria e inmediata.

En la cumbre telemática del 27 de marzo se dio el siguiente diálogo entre Pedro Sánchez y la canciller alemana. Al reclamar el Presidente la elaboración de una propuesta conjunta de las cinco instituciones europeas sobre la financiación de una respuesta europea a la crisis del coronavirus, la respuesta fue: ‘Nein’ (no). Al insistir Sánchez y preguntar: Ángela, ¿Cómo es posible que no confíes en un informe elaborado por nuestras instituciones? Esta respondió: ‘Porque propondrá cosas que no puedo asumir’. Es hora de asumir y de dejarse de genética y de supremacía nacional, y de poner moral y economía al servicio de las personas. La otra opción es la de condenar definitivamente un proyecto basado en el compromiso y la responsabilidad social, y dar de comer a las fieras. Y entonces sí, que se audite la deuda de los estados en términos de responsabilidad moral, y que cada palo aguante su vela.

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