martes, 17 de marzo de 2020

El virus de la soledad

Hemos sido asaltados por un ejército diminuto, invisible, que ha clavado trompetas como tenedores en nuestro orgullo y en nuestra autoestima como ciudadanos del siglo XXI. El origen de la ofensiva viene de lejos y tiene aires de leyenda. Del murciélago pasó al pangolín, un ser casi prehistórico, y de allí, gracias a la voracidad de algún excéntrico gourmet chino, se socializó primero en la ciudad de Wuhan, y de allí al mundo entero. Pero quien ha desatado esta pandemia no es otro espécimen que el ser humano, y algo que le es tan consustancial a su naturaleza, como el desdén. El hacinamiento animal está en el origen del COVID-19, como lo estuvo del SARS, pero también de la gripe aviar o de la gripe porcina. La monstruosidad que se siembra apilando jaulas diminutas de especies exóticas para el deleite extravagante de unos pocos, lo recogemos todos, viéndonos confinados en nuestros hogares, expuestos a la incertidumbre, condenados, los más vulnerables, a la ansiedad y al miedo.

El currículum que ha acumulado en poco más de 3 meses la inhóspita criatura que lleva por título una corona, no es despreciable. Ha transmutado la exportación y la globalización en una cuestión personal, familiar, íntima. Ha invadido nuestro espacio cotidiano con la rotundidad del aislamiento. Ha sembrado el caos en la economía y se cierne sobre nuestro futuro inmediato con la voracidad de una termita. Pero al mismo tiempo que pone sitio a nuestras certezas y a nuestros hábitos diarios, nos invita también a cuestionar nuestro modelo de sociedad y de vida. Así pone en valor lo colectivo, la solidaridad y la preeminencia de lo público pero, al mismo tiempo, pone de relieve la desproporción de la desigualdad que se ha instalado entre nosotros. Así las víctimas propiciatorias de esta nueva crisis son las mismas que las de todas las crisis anteriores: quienes tienen los trabajos más precarios y por tanto más desechables. Quienes viven en peores condiciones, y ahora más sufren al verse confinados.

El secuestro súbito de todas las presunciones que habíamos asumido como inalterables, nos confronta con ausencias, como la de los pequeños placeres denostados por la rutina. De repente echamos en falta cuestiones tan fútiles como nuestro paisaje urbano, la confraternización de un apretón de manos, de una conversación íntima entre compañeros. Pero quizás lo que sea más difícil de asumir, sea la repentina sensación de ingravidez, de pérdida absoluta de cualquier certeza sobre nuestro futuro inmediato. Cuál no sería nuestra victoria si esta crisis se articulara como una cura de humildad y la vacuna que nos deparara fuera la de la responsabilidad colectiva. Cuando las otras crisis, climática, social, tecnológica, se disipan, una y otra vez, en nuestra indolencia, ésta, que tiene el peso de lo concluyente, tal vez nos ayude a orientarnos y a interiorizar la urgencia inaplazable de una transformación integral: De nuestros principios, de nuestros hábitos, de nuestros objetivos más inmediatos.

Tiene la humanidad un vicio oculto, y es el de rehuir de manera permanente su responsabilidad en el mundo. Con la ayuda de artificios argumentativos como lo son los dioses, los mercados o las inteligencias artificiales, pretendemos eximirnos, siempre de nuevo, de la madurez existencial que comporta entender que el futuro no depende sino de nosotros, y que el presente es el espejo en el que nos miramos. Esta crisis, que nos confina en nuestro espacio más familiar e íntimo, nos acabará por confrontar inevitablemente con nosotros mismos. De la misma manera que pone en valor el placer que subyace a nuestra rutina social, y dimensiona, como nunca antes, la centralidad de lo público y colectivo, debería ayudarnos a recuperar el sentido común, eso es, la preeminencia de lo fraterno y solidario. No existe por ahora una mejor vacuna para desarrollar la inmunidad colectiva que con tanta urgencia necesitamos, para hacer frente a esta barbarie.

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