lunes, 23 de diciembre de 2019
No future
El barrio berlinés de Kreuzberg era, a finales de los años ochenta, un espacio alternativo, en el que se mezclaba una fauna singular. Decía la escritora Katja Lange-Müller que aquella ciudad destartalada, pero de desbordante creatividad y colorido, la habitaban todos aquellos que habían acudido a coger un último tren, y se habían encontrado, al llegar, con que también éste había marchado. Entre los que compartían aquella urbe resignada se contaban migrantes turcos y kurdos, objetores huidos de la República Federal, ocupas en busca de un lugar con menor presión policial, ecologistas militantes que pretendían hacer del ‘Kiez’ un lugar más habitable. Las tiendas de ropa de segunda mano, los antros humeantes, los corrillos de aciagos bebedores a las puertas de los supermercados, las calles junto al canal, abigarradas en verano, desiertas y plomizas durante el interminable invierno, los paisaje urbanos permanecen en la memoria y se entretejen con algunas estampas inolvidables, como la de un policía encaramado en lo alto de una furgoneta antidisturbios en un 1º de mayo incendiado, gritando aterrado por el megáfono ‘yo también soy un ser humano’, o la del punki con una lata de cerveza en una mano y un espray en la otra, contemplando satisfecho su escueto testimonio: ‘No future’.
Hoy, cuando postmodernidad y gentrificación han barrido con todo, con la contracultura, la diversidad y con cualquier amago de anarquía, Kreuzberg se ha convertido en un barrio algo relamido, poblado de corrección y cosmopolitismo en conserva, habitado por pasajeros apresurados del Airbnb, imbuido del diseño predecible de la franquicia global. El futuro que se negaba en aquella época, marcada por los misiles intercontinentales y las incipientes catástrofes nucleares y medioambientales, ha sido domado y nos confirma que toda predicción, vaticinio o hipótesis no deja de ser circunstancial porque depende, en primera instancia, de la cultura del presente. Si hay un elemento que se mantiene constante en las proyecciones, ahora y hace 30 años, es su carácter distópico e interesado, en el Berlín de los años ochenta rotundo y definitivo, hoy, en la aldea global, hecho de matices eminentemente tecnológicos y demográficos. Un buen ejemplo de la manipulación del futuro-presente lo tenemos en la expectativa que tienen las personas jóvenes en relación a disfrutar o no de una pensión, o en la asunción velada del horizonte de precariedad y desestructuración sociolaboral que teóricamente nos aguarda, especialmente en lo relativo al futuro del trabajo.
Ha sido este el lema que ha planteado la Organización Internacional del Trabajo en su centenario. La declaración firmada en la 108ª reunión de la conferencia internacional que la OIT celebró el pasado junio en su sede en Ginebra, es, sin embargo, ajena a las connotaciones catastrofistas que caracterizan buena parte de los debates que se realizan sobre digitalización y automatización, y que responden antes al anhelo de profecía autocumplida de algunos, que a la comprensión del trabajo como cauce transformador, por la vía del progreso social, de la realidad que conjuramos día a día. La propuesta lanzada por la organización internacional más veterana en su declaración, es la de revitalizar el contrato social y los tres ejes de acción que formula son el de una mayor inversión en las capacidades de las personas, en las instituciones del trabajo y en el trabajo decente y sostenible, premisas irreconciliables con el determinismo de quien quiere dar por perdida la batalla ante la pulsión salvaje de un contexto tecnológico que impone de manera anónima sus propias reglas. Lejos de amilanarse ante el carácter disruptivo que pretenden imponer, como si se tratara de una fuerza mayor, los promotores de la economía financiera, la OIT aboga por un futuro hecho a la medida de las personas.
Por eso, ahora que se acaba este año singular, es hora de que pasemos página del futuro y nos volquemos en el presente, evitando toda suerte de especulaciones interesadas y extemporáneas. Eso comporta entender que no el futuro, pero sí el presente del trabajo, lo definimos desde su organización, en el marco de la negociación colectiva y en aquellos espacios que hemos conquistado para el diálogo social y la concertación. La calidad y dignidad del trabajo sirve al interés general, eso es, a la autonomía y emancipación de las personas, y a su liberación de la precariedad y de la dependencia mediante ingresos, certezas y un bienestar que tiene en la educación y la democracia sus principales garantías. Mirando atrás, hoy, treinta años después, quisiéramos pensar que, tras la sonrisa oscura y desafiante de aquel punki del Kreuzberg de los años ochenta, se ocultaba no tanto la renuncia al futuro, sino la exigencia de concentrarse en el presente, y que el ‘carpe díem’, no es patente exclusiva ni de los profesores de literatura, ni tampoco de los poetas muertos, sino que inspira al conjunto de la sociedad.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario