domingo, 29 de diciembre de 2019
Claro como el agua
Cuando en los años setenta se empezó a vender agua embotellada, eran muchos los que se reían. A quién se le iba a ocurrir gastar dinero en agua, cuando esta fluía del grifo, no de manera gratuita, pero sí a un precio irrisorio comparado con aquellos recipientes de vidrio o plástico que conquistaban su lugar en las estanterías de los supermercados. Es sabido que el márquetin no es tanto una estrategia de venta, como una que persigue el objetivo de crear la necesidad de comprar, y los que nos creíamos a salvo de la agresividad de los departamentos comerciales de las multinacionales, tuvimos que acabar por reconocer que, maldita la gracia, el economista francés Jean-Baptiste Say llevaba razón y, en un mundo imperfecto como el nuestro, la oferta condiciona la demanda, preferentemente a través de una fórmula repetitiva, por la que mediante mensajes pseudocientíficos y dirigidos a canalizar el deseo por la salud y el bienestar, se genera primero la incertidumbre, para después colocar la necesidad y la ‘seguridad’ que vaticina la adquisición del producto. Así, quien antes bebía sin pensárselo dos veces del grifo, una vez que la publicidad hizo su efecto, vendiendo las propiedades del agua ‘pura’, rejuvenecedora, aquella que bebían hombres y mujeres, tal vez de sienes planteadas, pero siempre delgados y sonrientes, terminó por cargar en el carrito, disciplinadamente, aquellas botellas milagrosas, que prometían esbeltez y salud.
Hoy, a pesar de que para la inmensa mayoría resulta prohibitiva el agua de las islas Fiji, o la que extraen del hielo del archipiélago de Svalbard, a 94€ los tres cuartos de litro, son legión los que se dejan llevar por la imagen atávica de los manantiales de alta montaña, por nombres exóticos que prometen el elixir de las nieves de los glaciares, y acaban pagando hasta 500 y mil veces más de lo que les costaría saciar su sed con el grifo desahuciado de la cocina. Hasta qué punto el negocio es redondo, o, visto de otra manera, pecamos de crédulos al entrarle al trapo al márquetin, lo puso en evidencia el escándalo del agua de marca ‘Dasani’, introducido por Coca Cola hace quince años en el mercado del Reino Unido, y que, como se demostró, era agua corriente distribuida por la compañía de agua del Támesis ‘Thames Water’. Claro, que para aliviar las suspicacias, el departamento comercial de la multinacional norteamericana justificó la plusvalía (350 veces el precio de coste), en que, para producir aquella agua, aplicaba un proceso de ósmosis inversa, que se inspiraba, nada más ni nada menos, que en tecnología ideado por la Nasa para sus naves espaciales. Pero para cara de astronautas, la que se les quedó a las más de 4.000 personas que, hace ahora tres años, tuvieron que descubrir, dolorosamente, que la gastroenteritis que padecían, provenía, no de la nieves perpetuas, sino de materia fecal humana que había intoxicado el acuífero de una planta envasadora pirenaica.
Este año el agua es ya por cuarto año consecutivo líder de ventas y el negocio del ‘oro azul’ mueve cerca de 1.400 millones de euros en nuestro país. La demanda de agua sigue creciendo y las previsiones nos dicen que, en los próximos cinco años, esta aumentará en un 8,5%. Una buena parte del medio billón de botellas de plástico que se producen anualmente, son destinadas a comercializar el elixir de supuestos manantiales milagrosos a pesar de que sigue sin haber evidencias científicas de que el agua embotellada sea más sana o segura que la del grifo. Lo que sí se ha demostrado, es que el 90% del precio que pagamos no es por el contenido, sino por el continente, el plástico. Para producirlo se necesitan, de media, otros 8 litros de agua, y, según Greenpeace, en el 80% de los casos, acaba su trayecto comercial, contaminando el medio ambiente, aquí o en Malasia. A eso se le llama ineficiencia económica, aunque, en el caso del sector del agua envasada, no lastre el PIB, que no contabiliza externalidades negativas, ni se grave tampoco su efecto sobre la pobreza mundial, al mercantilizar un derecho básico, universal, el del acceso al agua potable, que hoy se le niega a cerca de 700 millones de personas en el mundo.
La historia del agua embotellada, como ‘commodity’, coincide en el tiempo con la expansión del neoliberalismo, y refleja fielmente algunas de sus claves más corrosivas. Para interpretarla críticamente, nos podemos servir de la imagen que nos trasladó Bruce Lee en la última entrevista que le realizaron, y que fue divulgada por un celebrado anuncio publicitario. En ella, el artista marcial compara al ser humano con el agua, que no tiene forma propia y adopta la del recipiente que rellena, ya sea una tetera, una botella de agua o la propia mente… Y el agua puede fluir o puede golpear… También a la humanidad se la puede entender como un caudal histórico en la lucha por el progreso, que adopta las formas que imponen los sistemas e ideologías. En este caso el neoliberalismo y la mercantilización serían, en términos espirituales, la cultura del agua embotellada.
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