domingo, 8 de diciembre de 2019
Gigantes
Se quedaron tranquilos los de Talavera de la Reina ofreciéndole a Greta Thunberg un burro criado en la comarca, para su desplazamiento ecológico de Lisboa a Madrid. Pero al margen del oportunismo y de la inapetente ironía, hay que agradecerle a la asociación talaverana que nos brindara, con su oferta, la oportunidad de elucubrar si la impávida adolescente sueca encajaría mejor a lomos del rucio asno que monta Sancho, o de la flaca cabalgadura del hidalgo Quijote. La lamentable campaña de desprestigio azuzada por algunos políticos, industriales y cronistas, que ha recurrido desde el insulto directo al paternalismo más fariseo en lo que el filósofo Julian Baggini ha calificado de ‘bancarrota moral e intelectual’, se ha decantado por estigmatizar el idealismo, supuestamente mesiánico y visionario de una joven a la que así correspondería la lanza, escudo y arnés de nuestro caballero andante. Pero yerran.
Si se hace lo que no ha abundado en la esfera pública, eso es, escuchar a Greta Thunberg sin ceder a la tentación de encasillarla por su juventud, franqueza o dolorosa lucidez, la sombra que lanza el cuadro es antes la del escudero, sensato y pragmático, porque lo que traslada la ecologista es, antes que nada, sentido común. La joven tiene el discernimiento de quien ve molinos y no gigantes, la clarividencia del niño que pone en evidencia al rey, y el aire bronco, impasible, de quien exige hechos, y no palabras. Así cuando dice “no quiero tu esperanza, ni quiero que la tengas” señala la hipocresía que inspira las políticas diseñadas para la galería. Cuando recuerda que “si las soluciones dentro del sistema son tan imposibles de encontrar, tal vez deberíamos cambiar el sistema en sí mismo” o propone poner en el centro la equidad, sitúa claramente que no se puede construir el futuro a base de parches.
Y es que si hay algo que sobra en el universo de la ecología y de la sostenibilidad, son los remiendos y emplastos porque en vez de sumar soluciones, polarizan y despiertan animadversiones que luego aún resultan más difíciles de superar. El ejemplo más reciente es el del movimiento de los chalecos amarillos, en abierta oposición a un impuesto ‘verde’ de carburantes que gravaba especialmente a la periferia urbana y social, pero también las resistencias a las dos recientes iniciativas barcelonesas, la de la zona de bajas emisiones y la de las tarjetas de transporte usual y casual. Sin duda estas propuestas no serán la chispa que prenda en una sociedad ya suficientemente sacudida por otras cuestiones, pero sí pueden inducir un rechazo por parte de la clase trabajadora más precaria a unas medidas que sitúan la lucha contra el cambio climático en una perspectiva ecoburguesa falta de cierta empatía social.
En el caso de la zona cero, ésta afectará a 50.000 coches matriculados antes del año 2000 y 2006, y no hace falta mucha perspicacia, para adivinar quiénes no cambiaron su coche antes, durante y a la salida de la crisis. Basta con situarse delante de un colegio de la zona alta, y otro de un barrio popular, para saber quién puede tirar de coche híbrido y prototipo eléctrico, y quién se ve inducido a utilizar una cafetera, con tal de encajar las piezas de una agenda desquiciada por la discrecionalidad de la que abusan patronos y empresas. Dice el alcalde verde de Bogotá que “Una ciudad avanzada no es aquella en la cual los pobres pueden moverse en coche, sino aquella en que también los ricos utilizan el transporte público”, y todos intuimos quién no se sentirá obligado a dejar aparcado el coche, cuando se introduzcan las nuevas medidas de movilidad que sí condicionarán a los colectivos más desfavorecidos.
En relación a las nuevas tarjetas pasa algo parecido. El modelo puede suponer un agravio para las personas trabajadoras que padecen de rotación, temporalidad, estacionalidad laboral y para sí quisieran la rutina que hace rentable la T-Usual. Incluso el ayuntamiento de Barcelona, de evidentes compromisos sociales y ambientales, acaba siendo víctima de la estrategia del parche, recurso hegemónico cuando se pretende evitar una reforma integral. Esta pasa por un modelo holístico y de liderazgo público, que comporte las mismas facilidades y exija los mismos compromisos con independencia del nivel de renta. El alquiler por trayectos, no tan sólo en bicis, sino en motocicletas y coches (e-sharing), la ampliación de los servicios de la flota de taxis, de la cobertura e intensidad de la red de transporte urbano, de los carriles bici, los elementos parecen suficientes para diseñar una solución equitativa a la par que sostenible.
Volviendo a Greta, en uno de sus primeros discursos, en Katowice, hace ahora un año, decía que “son los sufrimientos de muchos los que pagan por el lujo de unos pocos”, y así sucede con el clima y el expolio de los recursos naturales, pero también en el mundo del trabajo y en el ámbito de la fiscalidad. En un reciente artículo Emilio de la Peña nos recordaba que la mitad de las multinacionales españolas pagaron en 2016, menos del 3% en impuesto de sociedades. Que luego pretendan pasearse por el COP25 con un lavado de cara verduzco, que pretende situarlos a un mismo tiempo como problema y solución, no es sino ‘natural’. En esto nos toca ser como Greta Thunberg, eso es, Sancho y Quijote a un mismo tiempo. Y si una parte en nosotros dice que “aquellos que allí se parecen no son gigantes, sino empresas”, hay que escuchar muy atentamente a la otra cuando responda: “Ellos son gigantes, y si tienes miedo quítate de ahí, y ponte en oración (), que yo voy a entrar en fiera y desigual batalla”.
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