lunes, 18 de noviembre de 2019
Silencio ensordecedor
El semanario ‘Der Spiegel’ dedicó su primer número de noviembre a la libertad de expresión. En él encontramos algunas informaciones sorprendentes, como por ejemplo que dos de cada tres alemanes que participaron en una reciente encuesta, confesaban que ponían mucho cuidado a la hora de tomar posición en público sobre temas como la inmigración o el régimen nacionalsocialista. La autocensura es una práctica extendida, y no sólo en Alemania. Explica en parte el éxito de personajes planos, como Trump u Orban, que acaban diciendo, desde la supuesta autoridad que les imbuye su papel público, aquello que los demás prefieren callar. No les acompaña la razón, pero al airear las miserias que a tantas y tantos se les pudren entre oreja y oreja, contagian un efecto catártico, de liberación y alivio momentáneo.
Uno de los autores reseñados en el semanario, Timothy Garton Ash, recomienda que se tenga cuidado con poner límites. Más libertad de expresión, eso es, menos contención, lleva a más diversidad de opinión, y eso comporta más debate y más tensión, pero al mismo tiempo desactiva complejos, y le retira su posición de preeminencia y de portavoz a este tipo de iluminados. Una sociedad que sufre de la extensión de la autocensura, no es mejor que una en la que prevalezca la censura, pero está más enferma. Si la censura supone un desorden letal para la democracia, la autocensura elimina toda sustancia y perspectiva que esta pueda tener, anula los contrastes, el color y los timbres de opiniones y argumentos, y condena el discurso público a la apatía, a la letanía del agravio, a la celebración de la simpleza y del exabrupto.
Si en España la censura recuperó actualidad con la ley mordaza, en 2015, poco antes de las elecciones hubo un nuevo avance con el decreto ley que facilita la adopción de medidas urgentes por razones de seguridad en materia de administración digital, o, lo que es lo mismo, la capacitación para que el gobierno pueda vetar y desaguar mareas y tsunamis de opinión. Parece ser que por un lado una mayoría silenciosa se contiene demasiado, y por el otro hay quien pretende incidir para que se contengan aún más, y cuando no se ceba en raperos o titiriteros, decide ponerle sordina a los foros en los que al amparo del grupo, clan o facción, se cuece la letra gruesa. Por en medio está el papel de los medios, y cómo estos gestionan el mayor bien público en términos de coherencia social, que es el criterio, y para el cual tienen un papel determinante, como portavoces y líderes de opinión, nuestros representantes políticos.
Con la repetición de las elecciones hemos asistido al intento de instrumentalizar en la esfera pública la zafiedad institucionalizada de la extrema derecha española. La escenificación que supuso la retransmisión, el pasado día 4 de noviembre, del único debate televisado, mostró cómo la derecha supuestamente civilizada, pero también el presidente del gobierno, dejaban pasar la oportunidad para poner en evidencia las mentiras de quien se ha erigido en candidato ultramontano y portavoz del más rancio franquismo. El tacticismo y el cálculo demoscópico dieron voz así al agravio visceral, supremacista, machista y homófobo, que aprovechó la caja de resonancia televisiva para perfilar la estrategia de la simpleza; la del ‘miente que algo queda’, y del ‘quien calla, otorga’. El resultado de las elecciones del 10N ha dejado claro hasta qué punto la estrategia del miedo supuso y supondrá siempre un retroceso democrático.
Los 52 diputados y diputadas de Vox deberían ser una llamada de atención para corregir los inmensos errores que se han cometido desde dos perspectivas, la del cálculo político, y la del sensacionalismo mediático. El ascenso de la extrema derecha debería apelar a la responsabilidad, en primer lugar de los dirigentes políticos. Es inexcusable que el líder del PP evite entrar en polémica con la extrema derecha, para no perder apoyos, y lo es también el silencio del PSOE, con tal de que VOX se explaye hasta sembrar el pánico en el electorado. En segundo lugar, hay que situar el periodismo ante el dilema que una buena parte de los y las profesionales parecen obviar. O se deja de promover el sensacionalismo, dando carta blanca al franquismo embravecido para que difunda sus mentiras y oprobios, o la situación con la que nos podemos encontrar, es que finalmente sea la propia extrema derecha la que marque el discurso hegemónico, y acabe por poner coto a la libertad de expresión y de prensa.
Es hora ya de poner en evidencia el carácter anticonstitucional de las propuestas de la ultraderecha, y de desentrañar con claridad meridiana y pública, las mentiras con las que se pretende intoxicar el bien común que más apreciamos, nuestro sistema democrático.
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