lunes, 4 de noviembre de 2019

Digital y público

La plantilla del Instituto Nacional de Seguridad Social de la Provincia de Barcelona se ha reducido en los últimos 20 meses en casi un 8%. Al igual que las empresas, que amortizan lugares de trabajo, a pesar de incrementar sus beneficios, también el sector público hace coincidir la mejora de sus ingresos (un aumento interanual del 8,17% en ingresos por cotización), con una reducción permanente de sus efectivos. Y por desgracia el INSS de Barcelona no es ninguna excepción. La plantilla de la Administración pública del Estado se ha reducido en un 14% desde 2011, alcanzando mínimos históricos en los registros marcados en tiempos de democracia. Los motivos son evidentes. De la reducción de la tasa de reposición con Zapatero, en 2009, se pasó a dejar de reponer las bajas vegetativas con Rajoy. Pasada la crisis, hoy la reposición es del 100%, pero lamentablemente eso no supone sino congelar el déficit de funcionarios/as que forzaron los recortes impuestos por el régimen de la austeridad.

El envejecimiento de los trabajadores públicos pone viento en las velas de los más críticos con el estado del bienestar. La edad media en la administración ha pasado de los 46 años, en 2004, a los 52, en 2019. En los próximos 10 años se jubilarán más de la mitad de los funcionarios, y hay quien sueña con que la extinción vegetativa de la función pública, comporte, tarde o temprano, la obsolescencia programada del propio sistema. El desprestigio que se ha vertido contra el funcionariado, parece haber marginado del debate la posibilidad de que la automatización no revierta en una reducción del gasto, sino en una mejora del servicio. Y es que si en la industria y en sectores como el financiero, la lógica del interés privado comporta que, de manera invariable, la amortización de puestos de trabajo se traslade a una mejora de la estructura de gasto, esta lógica no es, desde luego, la del interés público, donde la mejora de la eficiencia y de la productividad, deberían incidir en una mejora de la calidad del servicio.

Este es tan sólo uno de los aspectos en los que la digitalización funciona como ariete neoliberal en contra del estado del bienestar, al asumirse, sin reticencias ni debate, que la automatización ayuda a ‘adelgazar’ el peso de la administración pública en la economía. Un segundo ámbito en el que la revolución tecnológica trabaja en contra de los intereses de un estado fuerte y de su responsabilidad frente al interés colectivo, es en el ámbito de la innovación. La administración pública se muestra rígida a la hora de abordar transformaciones tecnológicas en sus propios servicios, prefiriendo financiar y externalizar aquellas experiencias más innovadoras. Como se está viendo en buena medida en la formación, la comunicación o la movilidad, parece como si en términos de evolución y progreso tecnológico, el estado se diera por satisfecho con un unamuniano ‘que inventen ellos’, cediendo prospectiva, iniciativa y rédito al sector privado, singularmente en el caso de las grandes compañías tecnológicas.

Pero donde la retirada de lo público es más notoria, es en la regulación del valor añadido que genera la transición a la economía digital, y especialmente en la gestión de los datos. Aquí se hace evidente la falta de voluntad o de capacidad de fiscalizar la nueva economía, pero también de proteger a quienes generan ese valor, ya sea en calidad de ‘trabajadores’ o ‘usuarios’. Escribía recientemente Daniel Innerarity: “Tanto el microtrabajo mal remunerado como el empleo de los datos que los consumidores proporcionan sin remuneración alguna implican una radical transformación del capitalismo que puede ahora prescindir de la figura del asalariado y sus inconvenientes”, y el estado parece situarse al margen de esta transformación dejando el liderazgo de la revolución social y económica que comporta la transformación tecnológica, en manos de empresas cuya principal prioridad es la de constituirse en auténticos monopolios.

Lo hemos visto recientemente con el pago de medio millón de euros por parte del Instituto Nacional de Estadística a grandes compañías telefónicas con tal de recabar datos de telefonía móvil. Como recuerda Carlos Martín Urriza, la ley de la Función Pública habilita al INE para exigir estos datos, pero a pesar de ello, y ya sea por falsa contención o por contaminación corporativa, ha preferido renunciar a esta potestad. Este detalle corrobora hasta qué punto es necesario exigir responsabilidad y estrategia al gobierno en la orientación y la gestión de la revolución tecnológica. De la misma manera que no tiene sentido hablar de la transformación del ‘trabajo’ en la digitalización, sin hablar al mismo tiempo de la transformación de la ‘propiedad’, no lo tiene tampoco hablar de transformación tecnológica, sin hablar de la transformación del estado, con tal de garantizar un futuro en el que no sea excluyente lo digital y lo público.

No hay comentarios:

Publicar un comentario