viernes, 1 de noviembre de 2019
Presos políticos, políticos presos
Uno de los temas que más ampollas levanta actualmente, es, sin duda, la utilización del concepto ‘preso político’, para referirse a los 9 activistas y políticos recientemente sentenciados por el Tribunal Supremo. El trasfondo del asunto es doble: la supuesta naturaleza ‘política’ del proceso por el que han sido juzgados, y lo que ello supondría de descrédito para la calidad democrática de nuestro sistema de gobierno. Frente a esta hipótesis, la respuesta mayoritaria es la de reservar el concepto de ‘preso político’ exclusivamente a los regímenes autoritarios, lo que parece obviar la calidad orgánica de toda democracia, y su vulnerabilidad, especialmente en aras de un estado de excepción. En nuestro caso, los 9 encarcelados cumplirían como mínimo con el primer precepto que requiere todo ‘prisionero político’, eso es, la no utilización de la violencia, quedando por analizar el segundo, la existencia o no de un cariz político, ya sea en la motivación del preso o en la que inspira a las autoridades al juzgarlo.
En la causa 3/20907/2017 parece evidente que esta inspiración se hace patente al menos en dos cuestiones de calado. En primer lugar, la acusación por rebelión sirvió de coartada para justificar unas medidas cautelares desproporcionadas, como son la prisión provisional sin fianza, la suspensión en el ejercicio de la condición de cargo público, y el traslado del caso al Tribunal Supremo. Como se ha visto en la sentencia, la acusación por rebelión, dictada a pesar de que era evidente la ausencia de violencia, constitutiva para este tipo de delitos, no tenía fundamento, aunque sí tuvo consecuencias evidentes para la calidad jurídica del proceso. Pero la acusación de rebelión sirvió además para introducir el delito de sedición. A este, en palabras de José María Mena, se le imprimió una dimensión política, aún cuando se trata de un delito contra el orden público, y se hizo así para evitar, precisamente, una sentencia por delito de desobediencia que, en opinión de muchos y muchas, habría sido la más apropiada.
En cualquier caso, al leer a los cronistas del proceso judicial, una tercera cuestión no menor que salta a la vista, es hasta qué punto la redacción de la sentencia obedece menos a entrar en el fondo de la cuestión, que a blindar preventivamente los argumentos ante cualquier revisión por parte de otros tribunales, lo que sugiere intencionalidad. Como resume de manera ajustada Javier Pérez Royo, si el Tribunal Constitucional habló por voz del PP con la sentencia 31/2010, el Supremo parece haberlo hecho con la sentencia del Procés, ejecutando ambas instituciones la política territorial de un PP, con mínima representación en Catalunya. El tiempo dirá si el Tribunal Supremo fue o no independiente, y si es o no desproporcionada una sentencia que condena a 9 activistas y políticos a penas que equivalen a las de homicidio o de agresión sexual a menores, pero parece como mínimo legítimo, que haya quien denuncie el carácter político del proceso, de las condenas dictadas, y, por ende, de los presos y presas.
Si incluso la sentencia corrobora la idea de que los 9 encausados en ningún momento llegaron a representar una amenaza para las instituciones, lo que sí parece obvio es que las brutales condenas sí comportan una hipoteca que deja en suspenso el funcionamiento normalizado de nuestra democracia, y mantendrá tenso el hilo del conflicto territorial y político. Máxime cuando en la zozobra permanente del Parlamento, y en su caja de resonancia mediática, lo que prolifera es la inquina y la cizaña. La figura política que promueve el establishment, y que parece diseñada para paralizar la vida pública y encerrarnos aún más en nuestro caparazón existencial, es aquel que para prosperar requiere de un conflicto que revisa y recrea permanentemente. Es el político preso de sí mismo, de su codicia y de su incapacidad, aquel que margina y denuesta al que pretende mediar, criminaliza al equidistante, y habla, invariablemente, desde la potestad que cree que le imbuye un supuesto liderazgo moral.
Quien utiliza los conflictos para medrar, y obvia el fundamento democrático más evidente, aquel que nos dice que la política está al servicio del conjunto de la sociedad, no debería ser considerado político. La polarización e hipocresía, el desprecio y el mesianismo tal vez sirvan para aumentar las audiencias, pero desde luego que no ayudan a generar calidad democrática ni cohesión social. Los políticos pirómanos, los oportunistas y cínicos tal vez sirvan para convertir la democracia en un espectáculo, pero este circo romano, al final del día, tan sólo ha dado de comer a las fieras. El político preso de sí mismo, de sus contradicciones y de su propia incapacidad, es hoy la mayor amenaza para nuestra democracia. Por su volubilidad frente a aquellos que mantienen bien sujetas las riendas, y por el descrédito que comporta para la política en mayúsculas, aquella sin la cual no puede haber ni emancipación, ni libertad.
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