martes, 15 de octubre de 2019

Dinero gratis

Que en el Banco Central Europeo coexisten halcones y palomas es de sobras conocido. Menos lo es que lo presida un vampiro. Así al menos pinta la prensa amarilla alemana a Mario Draghi, al que presenta como el conde Draghila, por chuparle la sangre, eso es, sus ahorros, a la clase media alemana. Las últimas medidas de emergencia decididas por el BCE a mediados de septiembre, con una bajada de tipos, la reactivación de la compra de deuda pública y estímulos a los bancos que trasladen el crédito al tejido productivo, no han sentado bien. No hacen sino profundizar en esa paradoja insoportable en la que se retribuye al que pide dinero prestado, pero no al que lo deposita, y pone en evidencia hasta qué punto las políticas de devaluación competitiva inspiradas por el Bundesbank nos han puesto al borde de la deflación.

Mientras el Financial Times filosofa sobre si ha llegado ya la hora de resetear el capitalismo, y otros como Frances Coppola se preguntan si no sería más sencillo hacer llegar la expansión monetaria directamente a los hogares, Draghi no deja de echar dinero en la caldera de la economía financiera, sin conseguir la necesaria presión en la economía real, que es presa de la astenia productiva. El dinero se queda en los balances de los bancos, se utiliza para desapalancar o para repartir dividendos, pero no se traslada a la economía real. Los 2,4 billones que se han inyectado, dos veces el PIB español, en los últimos cinco años no han servido para impulsar eficiencia e innovación, ni para hacer frente a los retos que urgen en términos de desigualdad, de cambio climático, o en el ámbito tecnológico.

El dinero se regala, pero no sirve sino para elevar los precios de los activos financieros que benefician a los que más tienen, para financiarizar aún más ámbitos de primera necesidad como la vivienda, o para mantener empresas ‘zombi’ que sobreviven tan sólo gracias a la liquidez que el ‘vampiro Draghi’ les mete por vena. El dinero no llega a las inversiones, ni mejora la productividad, ni hace frente a la atonía económica. La trampa de la liquidez en la que nos han adentrado, muestra los límites del capitalismo financiero, y nos recuerda, como a Midas, que el oro no se come. Pero aunque Maynard Keynes emerga de nuevo de lo más profundo de las estanterías, y la inversión pública recupere centralidad en el debate, las reglas de estabilidad impuestas en 2011, cierran la puerta a una intervención real en términos macroeconómicos.

La importante deuda acumulada por algunos países por la torpeza de las reglas de la Unión Monetaria por un lado, y las limitaciones en los ingresos que comportan la competencia y devaluación fiscal a la baja, por el otro, imposibilitan que las políticas fiscales tomen el relevo de la exangüe política monetaria. La alternativa que se plantea así, es la enésima fragmentación de la Unión Europea vía intervención selectiva, eso es, los estados más endeudados, aquellos que peor parados salieron de la crisis, con el gota a gota del crédito barato, los otros, a inventar y fijar las reglas del futuro tejido productivo, gracias a las transferencias financieras facilitadas por la gobernanza europea a lo largo de los últimos años. Aún así, profundizar en la asimetría industrial y económica no dará resultado y evidenciará, aún más, el proyecto hegemónico que inspira buena parte del proyecto europeo.

Europa al igual que el resto del mundo, se enfrenta a los límites con los que ha topado el capitalismo rentista, y encara un mismo reto, el de devolver el protagonismo a la economía productiva. Para ello es prioritaria una banca de inversión europea con una fuerte dotación económica por un lado, y activar transferencias europeas en base a derechos sociales, empezando por la educación. Es impostergable una política fiscal común que resista la influencia de las grandes corporaciones y que priorice el trabajo y la iniciativa. Si la prioridad radica en que el dinero no se pudra en lagares financieros hasta gangrenar el tejido productivo, lo que habrá que desarrollar también es la trazabilidad del dinero. La pregunta más acuciante que nos hemos de poner hoy, no es quién ‘tiene’ el dinero, sino ‘qué’ hace con él, y cómo beneficia con su gestión el bienestar del conjunto de la población.

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