martes, 8 de octubre de 2019
El hombre de plástico
Ya el título de la monumental obra de Ramiro Pinilla: ‘Verdes valles, colinas rojas’, recoge el conflicto central en torno al cual se articulan las historias que habitan sus más de 2.000 páginas. La tradición y la identidad ancestral, eso es, los verdes valles, frente a la desacralización que comporta la revolución industrial y sus colinas rojas. La lucha entre el hombre de madera, que vive del bosque y del mar, que busca la comunión permanente con la naturaleza, y se organiza en tribu o clan, y el hombre de hierro, adicto al progreso, al vapor, al magma, que hurga en las entrañas de la tierra en busca de carbón y de metal, y explota sin contemplaciones a los desheredados, aquellos que no disponen más que de su fuerza de trabajo. La trilogía del autor vasco describe con estimulante ironía este conflicto entre dos mundos, y cómo evoluciona en su turbulento cauce el nacionalismo, en un tránsito traumático desde la identidad tribal y familiar, a otra que se afirma en el marco del estado.
Dice uno de los personajes de esta magnífica saga que “el progreso es un monstruo que se devora a sí mismo”. Lo hace con fauces metálicas, hundidas las garras en el lodo cobrizo que anega la entrada a las minas. Lo hace desde aviones y máquinas, que destruyen con bombas relucientes caseríos indefensos, barriendo cerros y vaguadas. Don Manuel, el maestro cobarde y lúcido a un tiempo, elucubra impotente sobre esta roja peste metálica, que acaba con todo, mientras el antagonista, el advenedizo Efrén, industrial e hijo pródigo, se deleita en la superioridad del metal proclamando: “Desistid, imbéciles: Sólo existe el hierro”. La magistral historia de tres estirpes, la de los Altube, la de los Baskardo, y la que funda el personaje más oscuro de la trilogía, que no tiene nombre, arranca muy atrás, y se consume al llegar a los años sesenta, en los albores de una nueva transición que volverá a cambiarlo todo, con la reconversión industrial, la revolución tecnológica, la hipertextualidad y el consumo.
No cabe duda de que el prototipo humano de hoy ya no es el del ‘hombre de hierro’. Con él se ha extinguido el conflicto de clases en su versión primigenia, pero también el contrato social que sembró una paz que mantuvo viva la ilusión de una transformación real, a lo largo de más de tres décadas. Se ha perdido así el papel que se reservaba al mérito, la calidad o la capacidad, en un arquitectura social dotada aún de un flamante ascensor social, y se han propagado los usos neofeudales de una economía financiera que ha relegado a segundo término la economía real, en la misma medida en la que el crecimiento ha relegado al progreso, o el éxito a la honestidad. El molde o arquetipo del ser que se reafirma en el umbral del siglo XXI, es de superficie pulida, y viste colores primarios, aunque esté hecho de la médula negra y viscosa que se arranca a la espina dorsal de la tierra. En la misma medida, bajo su apariencia afable, mundana, fluye la flema de la codicia, y el humor ocre de un nihilismo feroz.
El ‘hombre de plástico’, parece más civilizado que el ‘hombre de hierro’, pero con su culto a la obsolescencia y al crédito, con su permanente estrategia de venta, resulta incluso más corrosivo. Si el medio natural de los industriales era el estado fuerte, el del paradigma al que nos enfrentamos hoy, defiende el estado débil, y pone en su lugar la empresa, tótem omnipresente en un mundo globalizado. Cuando hace aún treinta o cuarenta años, era fundamental tener un interlocutor neutral que escribiera las reglas, hoy de lo que se trata es de escribirlas a través de la coacción que ejercen lobistas y financieros, hasta que toman cuerpo y fraguan en convenios fiscales, contratos millonarios, o grandes acuerdos comerciales. La competitividad cede así su espacio al monopolio, y la cultura que se impone, es la del poder, en su versión más descarnada y ácida.
Si la resistencia al ideario del ‘hombre de hierro’ se articulaba en la lucha de clases, y se consiguió poner coto a sus desmanes mediante la organización del trabajo y el desarrollo democrático, el ‘hombre de plástico’ se sirve del individualismo, del solipsismo tecnológico y del consumo, para eliminar toda resistencia. Sus buques insignia, las grandes empresas tecnológicas, imperan en redes y retículas, escribiendo el mapa oculto de nuestra sociedad hasta en sus más pequeños detalles, con tal de alcanzar una ventaja sistémica. Frente a ello no queda más que luchar por mantener la soberanía social en los dos ámbitos que estructuran cualquier organización humana: la propiedad y el trabajo. Como escribe el joven Asiaín en su primer boletín amanuense de Getxo: “¿Queréis que unos hombres no opriman a otros? ¡Pues impedid que tengan poder para oprimirlos!” El reto sigue vivo y ha cambiado bien poco, desde el hombre de madera y hierro, al que hoy nos condena, desde su mundo de plástico.
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