domingo, 8 de septiembre de 2019
Voto inútil
Impotencia. La sensación que nos invade a los que votamos las dos opciones mayoritarias de la izquierda en las últimas elecciones generales es idéntica. Por mucho que algunos se esmeren en tirarse los platos a la cabeza y rasgarse las vestiduras por la traición del otro, la inmensa mayoría del voto de progreso en este país se enfrenta a una misma frustración. Esa es la paradoja. Separados por la política real, y unidos por un mismo deseo: el de dar recorrido y proyección a las políticas que hagan frente a la desigualdad, a la corrupción y al dictado del más fuerte en un país lacerado por la arrogancia y el cinismo. La tentación de posicionarse en un lado de esta pugna irreverente es fuerte: agotar la rabia visceral ante el desaguisado tomando partido por uno de los dos actores, ceder al orgullo herido y al flujo visceral que siempre acaba colocando la culpa en el otro, incapaz de asumir la propia responsabilidad.
Mucho se habla del voto útil, del pragmatismo que invita a quien se sabe minoritario, a superar la negación pueril de la realidad, para apoyar un proyecto colectivo. Hasta hace poco el dilema era sencillo, porque siempre había una opción mayoritaria. Pero cuando todas las opciones se han convertido en minoritarias, lo que falta es la madurez para entender que cambiaron las tornas, y que ahora nos situamos en un escenario que exige de una cultura democrática que, manifiestamente, se echa en falta. Hay quien aún se quiere sentir mayoritario a pesar del designio de las urnas, quien pretende poner en juego tacticismo y demoscopia, para superar un error que se entiende como coyuntural (se equivocaron los que votaron), cuando es ya pura estructura, y cruda realidad social. Hay quien se afana por exigir certidumbres imposibles, y renuncia a entender que el primer compromiso con la democracia es la confianza, y que la línea que no se cruza en el socialismo, es la que marca la obstinación.
Lo que tal vez más duela, es que la derecha ha entendido a la perfección que no valen ni el amor propio ni el orgullo desmedido cuando se trata del gobierno del estado, de tomar las riendas. En su estrategia de victoria han roto todos los diques y se han alineado con lo peor que ha dado este país, la hiel del autoritarismo, la brutalidad hierática de quienes reclaman el derecho del conquistador, del amo, de la fuerza ciega que impone el miedo. Frente a ellos, pese a todo, les tiemblan las piernas a quienes tienen en su mano la palanca del cambio, y se miran el puño agarrotado, cuando de lo que se trata es de estrechar la mano. No hace falta poner nombres, ni adjetivos, los pondrá la historia, y situará a cada uno en su parcela de responsabilidad. Es inútil recurrir a la amenaza del resentimiento, el ¡A la próxima veréis! y ¡Ay de vosotros, cuando os enmendemos la plana! Los votos que esgrimen unos y otros se reducirán sumados, y en el mejor de los casos nos devolverán al mismo escenario.
Sabemos todas y todos que la educación política ha sido el principal anatema en la historia que nos escribieron militares, curas y potentados. Lo que no nos cabe en la cabeza es que le falte a quienes votamos, y que tanto les cueste articular las políticas que necesitamos y exigimos las trabajadoras, trabajadores y los ciudadanos. Que el fracaso del bipartidismo sea el fracaso de la izquierda es un escenario que nunca nos habríamos imaginado quienes pensamos que la esencia de lo que se llama izquierda, es el compromiso férreo con la cultura de la democracia, la capacidad de asumir el valor de la diversidad y de construir desde él un proyecto de país que garantice la igualdad de oportunidades, ponga en valor la solidaridad, y recupere la justicia y la cohesión como valores centrales e irrenunciables de todo proyecto de progreso social.
Frente a este escenario no queda más que ser redundantes, al parecer así nos lo exigen. Por eso decimos: Seremos fieles, leales, no lo dudéis. Os ofreceremos en bandeja nuestro voto inútil en la siguiente convocatoria electoral, y en la que siga, hasta que se imponga el sentido común. No el de aquellas y aquellos que quieren acabar con la esperanza de un gobierno de progreso en un país lastrado por las inercias históricas, sino el de quienes queremos transformar mediante la educación, el trabajo digno y la democracia real, un país que merece ser cambiado.
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