lunes, 25 de febrero de 2019

Amores perros

Cuando le preguntaron una vez a Gustav Heinemann, primer presidente socialdemócrata de la República Federal Alemana, si amaba a su patria, contestó de manera lacónica que él amaba a su mujer. La respuesta causó un gran revuelo en aquel momento y, hoy, cincuenta años después, es probable que hubiera sido considerada de una liviandad intolerable, o denunciada directamente como frivolidad antipatriótica. Y sin embargo Heinemann, al que le tocó lidiar con un momento histórico de inmensa complejidad, en plena guerra fría, y con el movimiento del 68 desbordando los cauces del contrato social de la postguerra, hizo probablemente más por su país de lo que habrían hecho muchos adalides del patriotismo de zarzuela que, aquí, en Roma o en Berlín, se rasgan las vestiduras por su amor a una bandera, que, de manera manifiesta, instrumentalizan con tal de sacarle un rédito político y personal.

Son estos, amores perros, y tiene este romanticismo canino más de baja pasión, de calentón, visceral e incisivo, que de afecto y amor honestos. Tal vez sea más ilustrativa la distinción si nos tomamos el amor en su manifestación más primitiva y universal, el beso. Su origen antropológico, dicen, nos transporta a la prehistoria, donde había quien masticaba la comida para dársela a quien no podía hacerlo, por faltarle los dientes. La intimidad más directa, la de facilitar el proceso de nutrición, para alimentar así a los más débiles del clan, aunque fuera al coste de emplear la propia dentadura, indispensable para asegurar supervivencia y longevidad, es, probablemente, una de las simas más antiguas de la solidaridad, y la referencia más primitiva para lo que se ha acabado por convertir en el icono del amor en la modernidad, retratado una y mil veces, ya sea por Doisneau en París, o por Eisenstaedt en Times Square.

Con respecto al beso primitivo o romántico, lo del beso a la bandera, parece una emulación paupérrima, que podrá impresionar a los más encendidos e hiperventilados, pero que deja huérfana a la mayor parte de la sociedad. Y es que el amor a la patria es una teorización sorprendente, máxime cuando quien la defiende, se olvida que no hay amor sin reciprocidad, y que aunque sea a nivel simbólico, una tela, y ya puede esta vestir los colores más vivos, difícilmente dará de comer o mostrará solidaridad. Este punto que puede parecer anecdótico, en realidad tiene miga, porque habitualmente quien pretende o impone el amor a la patria, lo hace para justificar el sacrificio de la ciudadanía, para suplir la falta de derecho, de perspectiva, o de justicia social. El amor a la patria, como proclama, persigue, en primer lugar, inquirir en la lealtad de los demás, y lleva implícita la reprobación de quien no muestra el fervor exigido.

Tanto en esta fiscalización de la exaltación patria que imponen los guías espirituales, como en la voluntad de alardear, teatralizar, pregonar, vituperar o renegar que inspira, de manera permanente, a sus abnegados seguidores, radica lo que tiene el patriotismo de regresivo y primario. Lo vimos al principio del juicio al ‘procés’, en la declaración de Oriol Junqueras, cuando este propugnó aquello de: “Yo amo a España. Amo a la gente y a la cultura española. Lo he dicho mil veces porque es verdad”, despertando una intensa indignación en las huestes de los patriotas supuestamente auténticos, que reaccionaron con la irritación propia del amante celoso. Y es que no se le permite el amor al país a cualquiera, y menos a quien no está orgulloso de pertenecer a él, a quién no ve en él más que una suma de personas, de rasgos e identidades culturales, con los que comparte historia y circunstancia política y social.

Asistiremos a lo largo de los próximos meses a una sobreexplotación del patriotismo que, de tan monótono, acabará por desteñir las banderas, ya las hayan fabricado en China o en Teruel. Los mensajes se centrarán previsiblemente en el amor, la lealtad, la traición, mientras se omitirá todo aquello que da de comer a la ciudadanía, ya sean el trabajo, los servicios públicos, o la redistribución de la riqueza mediante la fiscalidad. Junto a las banderas se propagarán los índices acusadores, distribuyendo las culpas entre traidores, cómplices y descreídos. Decía Gustav Heinemann, que quien señala con el dedo la culpabilidad de otros, habría de recordar que, en esa misma mano, junto al índice estirado, hay otros tres dedos que le apuntan a él. Claro que este buen hombre decía cosas tan difíciles de comprender para algunos como que “quien no quiere cambiar nada, acabará por perder también aquello que quiere preservar”. No sabemos si Heinemann se ganó el amor de sus compatriotas, pero queremos pensar que sí se mereció el de su amada mujer, y con eso, es muy probable, tuvo más que suficiente.

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