
Hace cien años Lenin abría en Petrogrado los debates de la III Internacional, situando la propia celebración del congreso como “una prueba de la bancarrota de las ilusiones de la democracia burguesa”. Entre las tesis del primer encuentro del Komintern, estaba la firme denuncia de los argumentos ideológicos esgrimidos por la burguesía para condenar a los comunistas, entre ellos aquel que los acusaba de ensalzar la dictadura y de condenar la democracia, obviando que se trataba, respectivamente, de la dictadura del proletariado y de la democracia burguesa. En marzo de 1919, la Huelga General convocada en Berlín bajo el lema ‘todo el poder para los Consejos’ y el levantamiento espartaquista en Múnich, mantenían viva la esperanza soviética de que la revolución pudiera propagarse también a Alemania, pero en un lapso muy breve, la república de Weimar pondría el epitafio al corto sueño de la República de los Consejos.
Visto con la perspectiva de un siglo, el fracaso de la revolución inspirada por Rosa Luxemburg y Karl Liebknecht deja un regusto ambiguo, por la experiencia deshumanizada del estalinismo de la postguerra en la Unión Soviética, pero también por la debilidad de una construcción política, la de la república de Weimar, que desembocó en la pesadilla del nacionalsocialismo. Si la debacle del comunismo en Alemania tuvo algo positivo, fue posiblemente la reflexión que suscitó en la intelectualidad alemana, especialmente en el círculo del Instituto para la Investigación Social en Frankfurt, donde tomó cuerpo la teoría crítica. Ésta trató de interpretar la resiliencia del capitalismo, imperturbable, a pesar de sus contradicciones internas, y la falta de rebeldía por parte de una clase obrera, que, aún organizada políticamente, se mostraba incapaz de hacer frente a la democracia burguesa, liderada por la socialdemocracia alemana.
El debate de la teoría crítica ampliaría su análisis con la abominable deriva impuesta por el fascismo, madurándolo con el contrato social de la postguerra que, a lo largo de 30 años, pareció haber ‘domesticado’ el capitalismo. Lo hizo analizando la dimensión subjetiva de las relaciones de alienación (freudomarxismo), el papel de la intelectualidad, y la centralidad del estado en su rol de mediador, no ya tan sólo entre capital y trabajo, sino entre democracia y mercado. La cuestión de fondo se planteaba en los términos siguientes: ¿Cómo puede ser que armonicen un sistema de poder que promete igualdad y participación en los procesos de decisión (democracia), con un sistema económico (capitalismo), para el cual es constitutiva la desigualdad? La respuesta en aquel entonces y también hoy está en el estado, y en los mecanismos de estabilización que introduce en su función de catalizador permanente.
El estado protege al capitalismo de sí mismo. Por un lado acota la necesidad que tiene de acumulación permanente, y, por el otro, frena su capacidad de generar desorden y desigualdad, ejerciendo lo que alguien definió como ‘dominación y limitación racional de la anarquía capitalista’. Esto pasa por limitar, mediante regulación, los riesgos implícitos a las externalidades negativas, en ámbitos tan diversos como la especulación financiera, el deterioro del medio ambiente, o las quiebras programadas, tarea que se ha ido haciendo más compleja a medida que ha ido imponiendo su agenda la globalización y la financiarización de la economía. Si en las décadas doradas, eso es, hasta los años setenta y ochenta hubo una alternancia entre la preeminencia de ‘democracia’ o ‘mercado’, la irrupción del neoliberalismo ha comportado un creciente asedio a la figura de mediación del Estado.
La tercera vía y otras evasivas que han acabado conjurando la “bancarrota de las ilusiones de la izquierda” no han sido inocuos a este cambio, por lo que tienen de devaluación de la social democracia en su concepción original, no como ideología del crecimiento permanente, sino del progreso social y económico. Hoy, cuando el neoliberalismo, en un combate global y sin cuartel, recurre a la extrema derecha para afianzarse en el poder, y se sitúa a poca distancia de lo que puede ser considerado su umbral de autodestrucción, debería ser prioritario recuperar, en interés de todos, el papel del estado y la centralidad de la democracia, como contrapeso irrenunciable de un modelo económico que entraña riesgos sistémicos. El principal reto radica sin embargo en ir más allá de la pura dicotomía entre democracia y mercado, y recuperar una idea de progreso que nos permita crecer socialmente más allá de los líites de un modelo económico. Para ello no queda otra que superar paradojas históricas y conciliar, a medio o largo plazo, revolución y reforma.
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