domingo, 3 de julio de 2016

Educación política

Para quien ve la política como una herramienta de transformación social la cosa está como para pensárselo. Las elecciones del pasado 26 de junio han dejado claro que el equilibrio, la proyección, la visión política, es la que es. Puede haber ajustes entre partidos viejos y nuevos, pero al margen de la corrupción, de la impunidad, de la desidia más descarnada, la derecha sigue sumando en el reino de la apatía, de la resignación y del recelo. Un amigo me sugería hace ya demasiados años que para nuestra salud ética, más nos valdría facilitar una segunda opción democrática, no la de votar a favor, sino en contra de un determinado partido político.

Si así fuera, descubriríamos que en nuestro sistema político el voto es, en su inmensa mayoría, un voto negativo. Se vota no a favor de una opción, de la que en lo más profundo se desconfía, sino para evitar el triunfo de otra, que aún resulta más repudiable o sospechosa. En un país en el que todos hablamos de política hasta por los codos, en el que invocamos en lo platós un circo plagado de césares peripatéticos y heraldos arrebatados, lo que de verdad nos falta es educación política. Es este el resultado del déficit crónico de conciencia cívica y republicana. Son los estragos del rodillo teocrático y de nuestra pasión por excelencia: el individualismo.

En otros países existe el derecho del ciudadano/a a dedicar un tiempo anual a la formación de su cultura política. En este tan sólo la voluntad de darles a los más jóvenes acceso a un espacio de educación en ciudadanía, ya conjuró los peores fantasmas de la guerra civil, con la denuncia del adoctrinamiento comunista y de la ‘politización’ de la sociedad, en un país en el que, al parecer, la despolitización es la norma. Si se estudiara el debate y los argumentos empleados por la derecha frente al plan educativo del gobierno Zapatero se vería con gran probabilidad que, si algo teme más la derecha en España que la transparencia, es la libertad de conciencia.

La historia del estado español es la pugna histórica de la clase dominante por asegurarse el control sobre ellas. El trabajo sucio se realizó en las aulas y en las iglesias durante siglos y siglos, mediante el cultivo de la resignación, de la impotencia y de la atonía. Aunque parezca paradójico, nada mejor que la memorística para anular la memoria, el ‘la letra con sangre entra’, para criar analfabetos/as. Cuando el despertar pedagógico de Giner de los Ríos, de la Escuela Moderna de Ferrer i Guardia, o de la Escuela de la República, lo primero fue salvar el estatus quo desde el facistol, luego desde el ministerio y al fin desde el pelotón de fusilamiento.

Al mismo tiempo se avanzaba a pasos agigantados en la consolidación de la estrategia de dispersión. Dice un amigo que cuando la clase trabajadora se comenzó a organizar en el siglo XIX, se inventó el nacionalismo de estado con tal de apelar a las bajas pasiones, y cuando se vio que este tampoco daba las suficientes garantías, no quedó otra que inventar el fútbol. Junto a lo que se ha dado en llamar ‘cultura de masas’, tenemos hoy la individualización tecnológica que nos convierte en elementos ‘periféricos’, pero sobre todo la conversión de la política en un espectáculo que reduce a esta, a una pura lucha por el poder.

Así, frente a la frustración de los resultados y a la necesidad de aceptarlos, no queda otra que cambiar de tercio y aceptar que si la política ya no es una herramienta de transformación social, sino una que conserva los equilibrios existentes, de lo que se trata entonces, es de transformar la política. El desarrollo democrático era una de las demandas del 15M y uno de los principios rectores de la ‘nueva política’, que se fue abandonando a medida que se ganaba terreno y fuerza en la demoscopia. Ahora que las urnas han puesto a cada uno en su sitio, hay que aceptar que no se trata de ganar poder y presidencia, sino de transformar el sistema.

Ningún partido ni ningún liderazgo pueden traer un cambio real, sino que serán fagocitados, tarde o temprano, por los poderes fácticos. Por eso se trata de asegurar la democracia en su terreno natural, la conciencia, extendiendo esta mediante la práctica política, ya sea en la escuela, en el vecindario o en el lugar de trabajo. De nada sirve neutralizarse ideológicamente (ese centro inhabitable) para aglutinar una mayoría desencantada de una democracia en la que nadie cree, sino que hay que activar la participación, cultivar la democracia allí donde exista (en el diálogo social, desde el municipio…) y promoverla mediante la cultura y la educación, allí donde se pueda.

No hay comentarios:

Publicar un comentario