domingo, 10 de julio de 2016

Sentido común

La impunidad está en el origen de la crisis que atravesamos. La lasitud con la responsabilidad política y con la responsabilidad corporativa, ha promovido a aquellos políticos y empresarios que no tienen escrúpulos y que no ponen límite a su codicia. Al mismo tiempo la impunidad es una estrategia de dominación, un arma de perversión masiva, porque desmoraliza a la sociedad y certifica su vulnerabilidad frente a la pura lógica del poder. El resultado, como se ha visto en las recientes elecciones, es el aumento del margen de tolerancia, la connivencia con un estado de cosas que, visto desde una cierta distancia, resultaría totalmente inaceptable, pero que mediante el contacto cotidiano, se convierte en ‘normalidad democrática’.

El reciente fichaje de Manuel Durao Barroso por parte de Goldman Sachs, pone en evidencia hasta qué punto se ha instalado ya la impunidad también en Europa. Los 5 millones que cobrará el ex presidente de la Comisión del banco de inversión norteamericano, no pueden sino reforzar la sospecha de que la crisis política más profunda que jamás haya atravesado la Unión en su corta historia, y que la sitúa hoy frente al precipicio, ha sido inducida de manera deliberada. Los 10 años de Barroso al frente de la Comisión comportaron una agresión frontal y sin precedentes al modelo social europeo y con ella una corrosiva devaluación democrática del proyecto común, debilitado en el marco de la gobernanza europea.

Las recientes maniobras del sucesor de Barroso, Jean-Claude Juncker, para evitar que el tratado de libre comercio con Canadà (CETA) fuera considerado un tratado mixto, y así ahorrarse su aprobación por parte de los parlamentos nacionales, muestra hasta qué punto sigue siendo estratégica esta devaluación. La complicidad corporativa de la Comisión, su permeabilidad a la influencia de los lobbies, sigue marcando la línea en el nuevo equipo liderado por el ex primer ministro del balneario fiscal de Luxemburgo. Que con ello se alimente el descrédito de la Unión, se traslade la lógica de la ‘impunidad’ a Bruselas, y se ponga viento en las velas de quienes defienden la ‘renacionalización’ de Europa, parece ser secundario.

No faltan pruebas ni testimonios que corroboren la responsabilidad de Goldman Sachs en la crisis que se ha instalado desde el año 2008. Frente a los que defienden que su funesto papel fue fruto de una permisividad excesiva, o los que se escandalizan de que ese error le sirviera al banco para maximizar sus beneficios, habría que dar un paso más allá y considerar si la crisis no fue también la excusa para introducir un nuevo equilibrio de poder, hecho a la medida de los grandes intereses corporativos. Sin haber sido intencionada, la crisis habría sido vista así como la oportunidad para convertir la desregulación, la irresponsabilidad y la impunidad que estuvieron en su origen, en seña de identidad de un nuevo régimen.

La desorientación de Europa, el gobierno por ‘ausencia’ y la falta de liderazgo habrían dejado el proyecto común en manos de los hombres de gris. Estos promoverían ahora una agenda con tres ejes centrales. La descentralización del trabajo a través de su precarización con tal de apurar al máximo la transferencia de la renta del trabajo al capital. Este primer objetivo parece que puede ser completado en una medida muy superior a lo que podía sospecharse, gracias al marco de la digitalización de la economía. En segundo lugar estaría la desarticulación del empoderamiento democrático de la ciudadanía mediante una transición forzada del gobierno hacia una gobernanza sin control público y fácilmente manipulable.

Finalmente estaría la transferencia de lo público a lo privado, mediante la ‘racionalización’ del gasto con recortes que hacen inviables los servicios públicos, su externalización y privatización, y una rebaja paulatina de derechos fundamentales. Al final la dimensión de las personas como ‘trabajadores/as, ciudadanos/as y consumidores/as’ se vería comprometida en una revolución ‘racionalista’ que eliminaría todo ‘sentido común’. La digitalización obviaría una buena parte del trabajo, el gobierno corporativo haría innecesaria o ‘molesto’ el papel de la ciudadanía, y, a la larga, podría no haber argumentos para mantener una sociedad que fuese puramente de ‘consumidores/as’. Eso es lo que tiene la crisis estructural que estamos viviendo, que potencialmente no es tan sólo crisis económica, social, política y democrática, sino también crisis civilizatoria.

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