
Hoy el mayor medio de comunicación del mundo es Facebook, otro ejemplo de economía ‘colaborativa’ que tiene algo en común con otras plataformas como Apple o Amazon. Todas ellas se distinguen por no respetar las legislaciones y por haberse saltado y seguirse saltando normas y regulaciones con tal de consolidar, cuanto antes, su ventaja competitiva. La meta no es otra que superar al adversario y alcanzar, de la manera más directa posible, una posición de monopolio. Ya se trate de legislación fiscal, relativa a la seguridad social o de tipo laboral, la ‘deslocalización’ de la cadena de valor, la atomización y diseminación de la producción, que, en la mayor parte de los casos no se considera trabajo (la reseña en Airbnb, la foto en Instagram) y la opacidad de los datos, impiden cualquier tipo de control o de inspección al uso. Estos cinco ejes en los que se presenta la digitalización comportan para el mercado de trabajo un escenario que no se puede considerar sino una tormenta perfecta. Confluyen en ella la destrucción de empleo (entre el 40 y el 60% según estudios recientes), la multiplicación de las formas de empleo, con trabajadores móviles, causales, ‘autónomos’ y teletrabajadores (sin seguridad, contrato ni tutela jurídica), y el desplazamiento digital, que es la competencia a la baja a nivel global, y que no tan sólo afecta a condiciones y salarios, sino que supone una fuerte presión sobre la base fiscal y los sistemas de seguridad social. El escenario de lo que llamamos ‘trabajo líquido’ se complementa con una nueva cultura laboral: en cualquier momento, en cualquier lugar, sin límites entre la vida privada y la profesional y con un control completo de todo el proceso mediante la digitalización y la centralización de datos. El operario ‘líquido’ se convierte en puro ejecutor del algoritmo, en un servidor de la máquina. El paso de un mercado laboral ‘sólido’, con condiciones que facilitan una cierta ‘certeza’, ‘autonomía’ y ‘planificación’ personal, a otro líquido, puede suponer tan sólo un primer paso. La revolución puede no detenerse ahí, sino evolucionar hacia un trabajo ‘gaseoso’, o conducir finalmente a la disolución del empleo como tal. Se impone así una reflexión sobre el papel del trabajo, sobre lo que significaría una sociedad sin empleo. Por ahora el trabajo es el vínculo más inmediato entre el individuo y el colectivo. Permite poner en valor el compromiso, el talento, la capacidad o la creatividad. Es por tanto el único factor que legitima o justifica la redistribución de la riqueza en un mundo con menguantes garantías colectivas y derechos, y en el que la riqueza no es tan solo capital, sino es y será cada vez más acceso a la educación, a la sanidad, o a la información. Si no existiera el trabajo la redistribución de la riqueza no podría sino atenerse a la situación heredada (status quo), o a cuestiones como la conducta (obediencia…) o el perfil genético. Ante este escenario ya no se trata tan sólo de defender la cantidad y la calidad del trabajo, sino su función social. Ante el peligro de que parte del empleo destruido en el marco de la crisis no sea ‘coyuntural’, sino de carácter ‘estructural’ y ligado a la digitalización, los sindicatos tienen que tomar la iniciativa con urgencia. Los planteamientos laborales de la ‘nueva política’, muestran que esta responsabilidad difícilmente se puede trasladar al ámbito de la política. Es hora pues de desarrollar y promover un sindicalismo ‘sólido’, pero adaptable y riguroso que haga frente a un mercado laboral en proceso de ‘liquidación’. Las 3 revoluciones anteriores exigieron siempre un cambio, tanto del mundo laboral como del sindicalismo. Es hora de trabajar en la cuarta.
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