
En 1945, el inefable Friedrich von Hayek publicaba el ensayo ‘Individualismo: Verdadero y falso’. En él establecía las señas de identidad del individualismo ‘verdadero’, aquel que preserva la libertad del individuo frente al poder de coerción del estado. Este individualismo no precisa de leyes u órdenes, sino de normas que establezcan la esfera de responsabilidad individual, que habría de ser el núcleo de regulación social frente al autoritarismo del estado y de la justicia distributiva. Así la familia, la asociación y el esfuerzo común de una pequeña comunidad darían, en el marco de la colaboración voluntaria, resultados mejores que el estado coercitivo.
Afirmaba Hayek que el individualismo defiende la democracia, pero oponiéndose a la más fatídica y peligrosa de las malinterpretaciones que se hacen de ella, la creencia “de que hayan de aceptarse como verdaderas y vinculantes para el futuro, las opiniones de la mayoría”. Al remarcar que es la visión de la minoría la que debería permanecer “si produce resultados que satisfagan mejor la demanda del público”, Hayek delataba el carácter autoritario que lo haría tan atractivo a los ojos de grandes ‘individualistas’ económicos como Milton Friedman, y a tan crueles y aplicados aprendices de brujo como Ronald Reagan o el sanguinario Pinochet.
El individualismo del economista austriaco establecía que no hay razón para que todos los individuos hayan de empezar al mismo nivel y no puedan disfrutar de las ventajas heredadas. El ‘verdadero individualismo’ reconoce a la familia como una unidad que es tan legítima como el ‘propio individuo’, y justifica por tanto la lógica de todos aquellos sátrapas que imponen a sangre y fuego a sus clanes y facciones. Esta es, en términos generales, la coartada ideológica que inspiró a las dictaduras latinoamericanas de los años 70 y 80, y que vuelve a la actualidad con el golpe de estado parlamentario que ha destituido a Dilma Rousseff en Brasil.
Los argumentos a los que apelaron gran parte de los diputados brasileños para aprobar el proceso de destitución se pueden resumir en estos tres: Dios, propiedad y familia. Al menos no se les podrá negar la coherencia. Según un estudio de la Universidad de Brasilia, el 49% de los diputados federales tienen familiares directos en la política, y más del 53% tiene procesos pendientes. Que la inminencia de la celebración de las olimpiadas, con suculentos contratos, y la emergencia de una fuerte campaña judicial contra la corrupción haya puesto nerviosas a las élites parece fuera de toda duda, pero queda por ver si se saldrán con la suya.
Mientras el Secretario General de la Organización de Estados Americanos (OEA), Luís Almagro, decidía consultar a la Corte Interamericana sobre la legalidad del proceso, Ernesto Samper Pizano, Secretario General de UNASUR, era también muy claro. Recordaba que los artículos 85 y 86 de la Constitución de Brasil prevén que se inicie el proceso de destitución tan sólo si existen causas de carácter penal que comprometan la conducta del Presidente o infracciones de carácter administrativo. Para Samper no es el caso, pero el proceso sí viola el principio de separación de poderes al criminalizar el Congreso actos administrativos del gobierno.
Las ya famosas ‘pedaladas fiscales’, eso es, el maquillaje de las cuentas públicas para enjugar el déficit presupuestario parece que no debería ser razón suficiente, cuando en este sentido, todo el mundo va ‘a pedales’. Tampoco el aumento de la deuda pública al 70% o del paro al 10,9% se pueden interpretar sino como elementos coyunturales que tal vez hayan podido excitar el apetito de las agencias de calificación, pero difícilmente pueden empañar los éxitos del Partido de Trabajo a lo largo de los últimos 13 años. Tal y como establecía recientemente el Congreso de la Confederación Sindical de Trabajadores/as de las Américas, las razones son otras.
La CSA recordaba en una de sus mociones cómo el PT permitió en estos años el ascenso social de 40 millones de brasileños creando más de 20 millones de empleos formales. La destitución de Rousseff responde así a unas “élites brasileñas que no logran llegar al poder por el voto popular, (y) buscan ilegalmente y de manera no democrática derrocar a un gobierno elegido en las urnas”. El programa que quiere imponer el ilegítimo gobierno de Michel Temer no pretende así sino la criminalización y represión de la protesta social y la adopción de un programa de regresión neoliberal con mordidas, flexibilización y recortes. Puro y verdadero individualismo. Puro Hayek.
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