lunes, 2 de mayo de 2016

La hora de la verdad

Le tienen miedo a la utopía. El 500 aniversario de uno de los textos más representativos de lo que nos une en Europa, tal vez el único que podría servirnos como sujeto ideológico común, está pasando con más pena que gloria. En una época de ideología exangüe, de política cuadriculada y gris, prevalece el miedo a la fuerza transformadora del sueño, de una visión que proponga y reclame superar el tedio de una actualidad indolente y fatigosa. El proyecto de Tomás Moro sigue siendo hoy un referente generoso, que supera los estrechos márgenes a los que nos quieren circunscribir y que transmite una energía genuina y poderosa.

Siempre fue menospreciada la utopía por las ortodoxias, unas por considerarla innecesaria e ingenua, otras por ver en ella una debilidad burguesa, infecta y gratuita. Si el socialismo no supo describir sus escenarios, tampoco el liberalismo fue más allá de componer un entramado de valores siempre idealizados (la libertad, la iniciativa), que a pesar de todo y de todos, nunca pudo justificar la política más allá de la gestión de los intereses de parte. Por si alguien se hubiera quedado con ganas, con el siglo XX entraron en juego las distopías, fabricadas minuciosamente para advertir de los peligros que comporta para la sociedad el boato de la imaginación.

Al igual que Moro, también los más grandes distopistas vinieron del Reino Unido, y sembraron la literatura de mundos infelices, como los de Aldous Huxley, o el descrito por Georges Orwell en su desasosegante novela, 1984. En ella se presenta una sociedad totalitaria, inspirada en el estalinismo, en la que el individuo desaparece bajo el yugo de un estado omnipresente y cruel. Resulta paradójica la fecha que escogió Orwell. 1984 no sería el año en el que se iniciaría el declive del individuo bajo la tiranía del estado, sino justo al revés, fue el momento en el que el estado y todo lo colectivo empezó a declinar a merced del individualismo a ultranza.

Como describe con inmenso genio David Peace en su novela GB84, la aparición de Thatcher supuso un ataque frontal a las instituciones del trabajo organizado y de la negociación colectiva, una lucha sin cuartel contra el sindicalismo y la solidaridad de clase que acabaría por barrer del mapa la lucha obrera y, de paso, la vocación socialdemocrática del labour británico. Así se anunciaba el consenso de Washington, el deterioro progresivo y permanente del estado del bienestar y el aturdimiento y transmutación de la socialdemocracia europea, entregada a una tercera vía que marchitó toda voluntad de transformación social.

Desde entonces el movimiento obrero se ha quedado sin referente en el panorama partidista y no ha podido tampoco inspirar o apoyar la creación de una alternativa política sólida. Alemania primero, hoy el gobierno socialista de Francia y de Italia, nos han mostrado hasta qué punto los liderazgos socioliberales son los que introducen las contrarreformas laborales y sociales a las que la cristiano democracia nunca se hubiera atrevido. Si hubiera que hacer una excepción honrosa en este relato, y citar una experiencia que rompe con esta lógica y alimenta una cierta esperanza, sería la de los tres partidos que hoy cooperan en el parlamento portugués.

El caso del Partido Socialista del sorprendente Antonio Costa, del Bloco de Esquerda y del Partido Comunista portugués, ha superado todos los pronósticos. Nada más estimulante que leer en este sentido las crónicas de Javier Martín, que, mal que le pese, ha tenido que hacer sitio, paso a paso, a la realidad. Se ha querido establecer que el ejemplo de Portugal no es extrapolable al estado español, por la aritmética parlamentaria y por no existir en nuestro país vecino, como en el nuestro, una reclamación que apele al espíritu constitucional (el referéndum en Cataluña). Pero parece esta una excusa, que bien podría esconder una razón diferente, de índole ideológica.

En una carta abierta dirigida a Pedro Sánchez a principios de enero, algunos compañeros/as recordaban al líder socialista que tenía “la responsabilidad de encauzar su acción hacia políticas transformadoras, de emancipación y solidaridad” y citaban de manera explícita la necesidad de plantear una consulta a la ciudadanía catalana. Antes de iniciar la campaña del 26J el PSOE debería poner luz en este punto. Se trata no tanto de recuperar la utopía, como de alimentar la esperanza de que el socialismo español tenga aún una cierta vocación de transformación democrática y social. Un silencio u omisión no haría más que confirmar que no hay otro horizonte que el de gestionar la austeridad de la mano de Ciudadanos y/o del PP.

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