domingo, 17 de abril de 2016

Impunidad

En el Informe 2015 sobre Derechos Humanos que presentó recientemente el Departamento de Estado de los EEUU, hay una analogía que da que pensar. El estudio sitúa como los tres problemas más relevantes en lo relativo a los DDHH en el estado español las devoluciones en caliente, la violencia machista y la impunidad que acompaña a la corrupción política. Estas tres agresiones tienen algo en común. En los tres casos se trata del maltrato de personas que, desde una posición de fuerza, agreden a otras que se encuentran en una situación de especial vulnerabilidad. Si en el caso de las devoluciones, la agresión se da desde una perspectiva de ‘nacionalidad’, lacerando al ‘extranjero’, al ‘sin papeles’, a aquel/la que no tiene amparo legal, en la agresión machista la clave de la violencia es el género, y se acompaña, casi siempre, de dependencia económica y/o emocional. Cuando hablamos de impunidad y de corrupción política, la posición de fuerza es la del aforamiento, de la camarilla, del poder institucional. Tal vez sus consecuencias directas no sean tan aparentes, pero sus efectos son determinantes, desde el punto de vista político, social, económico y moral.

Actualmente hay un millar de políticos/as con causas judiciales pendientes. La imparable avalancha de nombres de personas y de procesos que experimentamos a diario tiene dos efectos perversos: Un caso tapa al siguiente, y entre todos ellos, urden una imagen pandémica de la corrupción, como si no se tratara de responsabilidad individual, sino de una anomalía de carácter exógeno o sistémico. La reciente dimisión de Soria y la estela vergonzante que dejan tras de sí los papeles de Panamá, ponen de nuevo de relieve la cuestión de la corrupción y de su dimensión más nociva, la impunidad. Porque más allá del coste económico, valorado en 40.000 millones anuales, cifra a todas luces desorbitada en el país del paro, de la pobreza y de la desigualdad; la prevaricación, el cohecho, el tráfico de influencias, la malversación, el blanqueo, la apropiación indebida, el fraude y la estafa, al convertirse en ‘normalidad’, tienen un efecto que es mucho más perjudicial. La impunidad es el mayor ataque a la esencia de lo público y de la convivencia democrática: Genera impotencia social, frustración colectiva y dilapida la confianza que es indispensable para el tan necesario ejercicio de la política.

La impunidad se construye con la excepción del aforamiento que en el estado español blinda a cerca de 18.000 cargos públicos y se alimenta reduciendo los instrumentos legales y presupuestarios para la persecución del delito. Hoy disponemos de 11 jueces por cada 100.000 habitantes, por 21 de media en la UE, desproporción que se hace aún más evidente si se valoran los medios de los que dispone la inspección, la fiscalía o el aparato judicial. La complejidad de los procesos hace que una de las claves de la impunidad sea la prescripción. La reciente Ley de Enjuiciamiento Criminal reduce la instrucción de las causas a 18 meses, y da así alas a la impunidad. Y cuando todo falla, siempre queda el indulto, que en los últimos años ha liberado de sus penas a 140 cargos políticos. La impunidad se construye también desde la arrogancia y el compadreo entre ministros y procesados o evasores, a base de puertas giratorias, de fraudes kilométricos y mediante el disfrute inveterado de pensiones, garantías y prebendas por parte de aquellos y aquellas que deberían abandonar el ejercicio tan sólo supuesto de la política, con una pena de cárcel o con una mano delante y otra detrás.

La cultura de la impunidad en el estado español viene de muy lejos, se institucionaliza mediante el régimen monárquico y la dictadura y es el mecanismo que mantiene en el poder a la oligarquía. Si la corrupción tiene que ver con la cultura del individualismo, del buscavidas, del bizco entre ciegos, del que cree que el lucro no es fruto del esfuerzo, sino de la codicia y de la falta de escrúpulos, la impunidad tiene que ver con el nepotismo, con el clasismo, con la desfachatez. El halo insalubre que desprende con cada vez mayor fuerza la actualidad de este país produce un vértigo que nos invita a evadirnos. A quien le atrae la lectura, el viaje le regala a veces joyas como esta, de un ensayo que Marina Garcés dedica a Merleau-Ponty: “Toda vida personal es excéntrica e intermitente respecto a una vida anónima que la atraviesa y de la que forma parte”. Es esta vida anónima la que constituye lo que nos es común a todos/as, y es esta vida la que traicionan la codicia y la arbitrariedad. Desde esta vida anónima se construyen los países que valen la pena de ser vividos, algo que se le escapa a los patriotas que no persiguen otra evasión ni otra felicidad que la que les brinda un paraíso fiscal.

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