
Hace ahora poco menos de 50 años, la Asamblea General de Naciones Unidas declaró el 21 de marzo como Día Internacional para la Eliminación de la Discriminación Racial. La edición de este año, 2016, conmemora los desafíos y logros de la Declaración de Durban, aprobada hace ahora 15 años. Se trata de un texto redondo, importante, a cuya luz la actual deriva política de la Unión Europea se revela como un amargo fracaso. La máxima expresión de esta debacle es el acuerdo firmado recientemente con Turquía, que muestra la irresponsabilidad histórica y geopolítica de un proyecto que parece haber renunciado a sus valores fundamentales.
La
declaración de Durban establece una relación directa entre la xenofobia y la realidad de los y las refugiadas. Así recuerda que ‘la xenofobia contra los no nacionales, en particular los migrantes, los refugiados y los solicitantes de asilo, constituye una de las principales fuentes del racismo contemporáneo’ (Art. 16). Las escenas vistas en Hungría o en Alemania, con más de 2.000 agresiones a refugiados y refugiadas, confirman, también en Europa, la latencia de un discurso racista al que ponen alas la impunidad judicial y un tratamiento mediático que promueve imágenes falsas y estereotipos lacerantes para los y las demandantes de asilo.
Mientras se omiten las circunstancias, la dimensión de extrema precariedad y la violencia que está en el origen de la huida de quien acude a Europa en búsqueda de refugio, se promueve la imagen de que es la codicia y el egoísmo de la ‘migración económica’, el que amenaza nuestro merecido bienestar. Las recientes palabras del Presidente Tusk en su visita a Atenas, dirigiéndose al mundo como un rufián de de tres al cuarto, hablan por sí solas: “Apelo a todos los potenciales migrantes económicos ilegales vengáis de dónde vengáis: No vengáis a Europa. No creáis en los contrabandistas. No arriesguéis vuestra vida y dinero. No os servirá de nada”.
Europa se ha abandonado a una lamentable inmadurez que parece confundir cualquier posible solución con la eliminación del problema. En esta lógica púber y ebria de testosterona, la abominable simplificación que subyace al concepto de ‘migración económica’, no persigue otro objetivo que el de servir como coartada o licencia para el rechazo ‘moral’ a los refugiados y refugiadas; una suerte de ‘homologación democrática’ de la discriminación, de la xenofobia y de la intolerancia. La exigencia de hacer frente a las causas del desplazamiento y de proteger a los y las refugiadas emergidos de Durban cae así, en el caso de Europa, en saco roto.
El
acuerdo firmado con Turquía establece que, a partir de este domingo, todos los migrantes irregulares serán devueltos a Turquía. A pesar de que se mencione explícitamente que no habrá expulsiones colectivas para prevenir las denuncias por subvertir la convención de NNUU de 1951 y los artículos 18 y 19.1 de la Carta Europea de derechos fundamentales, no parece que esta formulación pase de ser un subterfugio literario. De la misma catadura son las loas y méritos que se cantan a Turquía con tal de distraer la atención del hecho evidente de que este no es, en ningún caso, un país que pueda considerarse un ‘país seguro’ para los/as refugiadas.
Describía con acierto
Javier de Lucas el acuerdo alcanzado con Turquía como resultado de un regateo, del mercadeo que ha permitido trasladar el problema desde Europa a un tercer país. La mercantilización de derechos que comporta este negocio tal vez haya aliviado la impotencia política de algunos, pero en términos de razón de estado es profundamente indecente. Pone precio, externaliza un problema ‘humanitario’ e impone la lógica de la arbitrariedad más absoluta. Con el 1 x 1, esto es, que por cada sirio retornado a Turquía otro sea asentado desde allí en la UE, se confirma la sospecha de que aquí de lo que se trata es de ‘expulsión colectiva’.
La irrelevancia intelectual, la cobardía política y la ruindad moral del acuerdo con Turquía comportan una nueva pátina de ignominia para Europa y lanzan al mundo un mensaje de falta de solidaridad y de egoísmo. Los únicos que se beneficiarán en el corto, medio y largo plazo de esta derrota moral, son los movimientos que conforman la extrema derecha en la Unión Europea. Aquellos y aquellas que han hecho de la xenofobia, del racismo y de la intolerancia su principal argumento y que, a pesar de su anti europeísmo visceral, encuentran hoy en el Consejo y en la Comisión Europea, mal que les pese, unos grandes aliados.
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