
La investidura a la que se presenta Pedro Sánchez esta semana o lleva bicho, o es poco más que un ejercicio simbólico. La negativa de Podemos a apoyar un programa que ha sido negociado en paralelo y que tiene el inconfundible sello de C’s, pone la decisión en manos del Partido Popular. Este podría favorecer con su abstención en segunda votación un gobierno en minoría tanto en el congreso como en el senado, o sentenciar la iniciativa del líder de PSOE con un voto contrario. Sea por una u otra vía, el acuerdo suscrito el pasado miércoles tiene escasas posibilidades de prosperar, pero sí da interesantes pistas sobre las políticas que podrían inspirar un futuro gobierno de coalición más o menos tácito o evidente entre PP, PSOE i Ciutadans.
Las palabras de Sánchez al anunciar que ‘hemos cedido para que ganen todos los españoles’ sitúan al Secretario General en la tradición pragmática de un partido socialista que, aún con mayoría absoluta, siempre ha encontrado razones de peso para moderar su potencial de transformación social. En el caso del acuerdo con Rivera, la excusa es incluso previa, digamos que estructural, y permite así que los Sevilla & Compañía se apliquen en otra de las habilidades históricas del PSOE, la ambigüedad programática. Por mucha tralla que el candidato haya querido dar a Podemos, condicionando el ser o no de izquierdas a su apoyo tácito al acuerdo con C’s, parece obvio que quien habría de aclarar la coherencia ideológica de este pacto con los valores de la socialdemocracia, no es otro que él mismo.
El ‘
Acuerdo para un gobierno reformista y de progreso’ precisa ser estudiado en profundidad, pero, como se deriva del análisis de expertos como
Juan López Gandía, junto a algunos aspectos positivos, como el mayor protagonismo concedido al diálogo social, las buenas intenciones en relación a la recuperación del Estado del bienestar, las facilidades para el trabajo autónomo o el restablecimiento del Pacto de Toledo, hay razones de peso para cuestionar que este programa permita revertir la regresión social y superar los déficits estructurales que enfrenta actualmente el estado español. Para ello concurren dos cuestiones. Una, la idoneidad de las medidas propuestas. La otra, la viabilidad en relación a los recursos presupuestarios y a la propia coherencia fiscal que plantea el acuerdo.
En relación al principal problema que sufre la sociedad española, la desestructuración paulatina y la pauperización de su mercado laboral, este acuerdo que, en palabras de Albert Rivera, incluye el 80% del programa electoral de Ciutadans, es liberal en el fondo aunque quiera ser presentado como progresista en la forma. Así si el acuerdo es ‘de progreso’, también la solución a la vieja cuestión de la contratación viene de la mano de un nuevo contrato que, como señala López Gandía, no deja de ser, en sí mismo, un oxímoron. El contrato estable y ‘progresivo’ que mejora el contrato temporal, pero empeora el indefinido, margina definitivamente la causalidad como razón necesaria para justificar la temporalidad y no previene ni la rotación, ni el encadenamiento de contratos.
Cuestiones tan actuales como el abuso del trabajo parcial quedan relegadas de un acuerdo que sí introduce derivas neoliberales como la complementación de los salarios a cargo del IRPF (subvención del trabajo pobre), redunda en la contención salarial (SMI), y, a pesar de la supuesta recuperación de la negociación colectiva y de la concertación, no revierte el déficit democrático y social que introdujeron la reforma laboral, la LOMCE o la ley mordaza. La supuesta recuperación del estado del bienestar es cuestionable en el fondo y en la forma en un acuerdo que no introduce reformas fiscales y tributarias, rebaja incluso el impuesto de sucesiones y redunda en el escenario de una más que probable ‘racionalización’ del gasto público (liberalización, flexibilización, privatización).
Como señalaba con acierto Vicenç Navarro la semana pasada, el principal obstáculo para negociar con Podemos no ha sido el referéndum catalán, sino la sintonía y deuda del PSOE con el consenso ‘ideológico’ que marca el poder económico y financiero de este país. Con el acuerdo suscrito con Ciudadanos, el Secretario General del PSOE no se presenta como ‘Hombre de estado’ y heraldo de la ‘unidad nacional’, sino como ‘Hombre de empresa’ y adalid del ‘pragmatismo liberal’. La ficción mediática de la consulta sobre el acuerdo, que ha sido presentado como una victoria pírrica (cuando ha votado el 40% de los militantes, eso son 73.920 personas, el 0,15% de la población), no oculta un preocupante déficit de vocación democrática en un partido que, lejos de buscar el consenso entre las fuerzas de progreso, reclama el consentimiento por parte de quien aún decide y manda en este país.
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