domingo, 7 de febrero de 2016

Círculo vicioso

“Para las naciones, la riqueza es lo que el estiércol para las granjas. Al extenderlo de manera uniforme sobre la tierra como abono, enriquece el conjunto. Con el estiércol concentrado en montones, la tierra se empobrece y no crecerá nada en ella”. Esta cita del ministro bautista Walter Rauschenbusch, comparando la acumulación de la riqueza con un montón de heces, refleja a la perfección el espíritu crítico de una época, la primera mitad del siglo XX, en la que la sociedad norteamericana supo poner en jaque a la plutocracia estadounidense. El sindicalista y editor Sam Pizzigati recoge el relato de esta lucha en un libro que resulta estimulante desde su mismo título: “Los ricos no siempre ganan”.

Esta crónica de la lenta victoria sobre la elite empresarial y financiera de los EEUU, arranca a finales del siglo XX, cuando los dos grandes partidos, el demócrata y el republicano, llevaban demasiados años “doblegándose vilmente ante los intereses empresariales” y explotando “cínicamente las animadversiones raciales, religiosas y regionales del país”, con tal de distraer la atención pública. Fue esta una época de políticos sin voluntad, sin mensaje y con el carisma de un Calvin Coolidge, el presidente del que se decía que había sido destetado con un pepinillo en vinagre. Los paralelismos que propone Pizzigati resultan muy sugerentes en aras de la actualidad, y no tan sólo por lo mustias, agrias y conocidas que nos resultan algunas caras.

El líder socialista Víctor Debs planteaba entonces un reto que hoy sigue siendo actual: “O bien damos nueva vida a la democracia o esta dejará de existir”. Tras la quiebra financiera de 1929, el capitalismo mostraba su cara más amarga y patética, la de un gigante estúpido y malicioso, en palabras de una revista de la época. Si bien algunos pretendían presentar la crisis como una catástrofe natural, la mayor parte de la población sabía que aquella crisis era la respuesta a una concentración de la riqueza que había comportado, a su vez, una perversa concentración de poder. La creciente resistencia social, tras 30 años de denuncia y de protesta, acabó por converger en una respuesta contundente que puso al fin límites a los excesos de la elite.

El New Deal de Franklin Delano Roosevelt permitió acotar, paso a paso, este poder, separando la banca comercial de la banca de inversión con la ley Glass-Steagall, reforzando la capacidad contractual de los sindicatos con la Ley Nacional de Recuperación Industrial, divulgando los salarios de los ejecutivos, extendiendo la previsión social y, finalmente, con una política fiscal fuertemente redistributiva. En vísperas de la Gran Depresión el 1% más rico acumulaba en los EEUU el 23,9% de los ingresos. En el año 2007 en vísperas de la Gran Recesión ese 1% acumulaba el 23,5%, un paralelismo que tampoco es ajeno a nuestra propia economía, con el 1% más rico de la población que acumula casi la misma riqueza que el 80% más pobre.

En EEUU los impuestos progresivos y la no injerencia en la gestión del conflicto trabajo-capital, impidieron, en el marco del New Deal y de la II guerra mundial, la acumulación indecente de fortunas, y favorecieron la aparición de una clase media. Ésta perviviría hasta los albores de la restauración plutocrática que apareció en la época del joven John F. Kennedy, mentor de la cultura del ‘crecimiento’ y autor de otra imagen para la historia: “Una marea creciente levanta todos los barcos”. Hoy, entre pecio y pecio, sabemos hasta qué punto el retorno a la desigualdad comportó una nueva crisis, aunque esta, a diferencia de la gran depresión, no ha permitido ‘recuperar’ los derechos laborales, ni tampoco la fiscalidad o la inversión pública.

El revelador informe de Intermon Oxfam ‘Una economía al servicio del 1%’ muestra cómo es de desproporcionada la distribución actual de la riqueza. A nivel global tan sólo 62 personas, poseen la misma riqueza que 3.600 millones de personas. Estas 62 personas han incrementado su riqueza desde 2010 en un 44%, mientras que la riqueza de la mitad más pobre se reducía en un 41%. El fundamentalismo del mercado se ha instalado también en España, el país en el que, detrás de Chipre, más ha crecido la desigualdad de todos los que componen la OCDE. Hoy tan sólo 20 personas poseen y ostentan la misma riqueza que el 30% más pobre, y la gran empresa cultiva, como en los salvajes años veinte, la cultura del monopolio y del fraude y la elusión fiscal.

A día de hoy hay 17 empresas del IBEX que no pagan impuesto de sociedades en España y la inversión española en las islas Caimán es 64 veces superior a la que se realiza por ejemplo en Alemania. A diferencia de la gran depresión norteamericana, el intento continuado de evitar la fiscalización de las rentas altas promoviendo la fiscalidad indirecta (IVA…), no levanta polémica, como tampoco lo hace la cultura de la desregulación y la individualización de las relaciones laborales. La plutocracia patria campa a sus anchas y se ríe de los aspavientos de los partidos de progreso cuando estos dicen que quieren conjurar una alternativa real a la cultura de la codicia, de la injusticia y de la irresponsabilidad permanente. Sin alternativas organizadas y reales, ni tampoco programas de emergencia, entregados al personalismo y la teatralización política, el único que se beneficia es, como siempre, el inagotable ‘círculo vicioso’.

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