
En el film ‘La gran apuesta’ hay un momento especialmente emblemático. Hacia el final, el formidable Steve Carrell pospone durante unos interminables minutos la decisión de dar la orden de venta. Con ella se puede hacer inmensamente rico, pero al mismo tiempo traicionará cada uno de los valores que integran su visión del mundo, en la que el mérito, el riesgo y la responsabilidad aún ocupan un lugar. El otro personaje carismático, el del inversor Michel Burry, que anticipó la crisis de las
subprime, no duda en realizar su venta, aunque no lo empuja tanto la codicia, como el dejar constancia de la infalibilidad de su modelo matemático.
La impresionante película de Adam McKay traza el trasfondo sociocultural de la gran burbuja financiera que indujo la actual depresión. Sus personajes son sin duda irresponsables y cínicos, pero tienen conciencia de la depravación e insensatez que distingue el universo que se derrumba ante ellos. El año 2013, Michel Burry abrió un nuevo fondo de inversión, tal vez porque sus modelos de cálculo le permitieron vaticinar una nueva hecatombe financiera. Y es que como formulaba sin temblarle el pulso Bernardo Pérez hace poco en un artículo: “Para lo bueno y lo malo, el mercado es capaz de transformar un problema en un activo financiero”.
Lleva razón. El mercado no soluciona los problemas, sino que los transforma en nuevos problemas. Como muestra ‘La gran apuesta’, la propia destrucción del mercado se puede convertir para unos en un activo financiero que comporte beneficios insospechados. Esa es la paradoja de un mundo en el que los adivinos, aquellos que conectan con la realidad, son personas con déficits emocionales, como Burry, que padece un síndrome de Asperger. En su nuevo fondo, este inversor apuesta por las tierras agrícolas. Al parecer el gran negocio del futuro será: “cultivar alimentos en tierra rica en agua y transportarla a tierra pobre en agua.”
Todo sería soportable, hasta los vaivenes del mercado, si la realidad no fuera un paso más allá. El mercadeo de tierras (con su expolio, privatización y monocultivo), al igual que la destrucción programada de los estados a través de guerras y contiendas, o la desertización y el cambio climático, no son inocuos. Como escribe Slavo Zizek en su reciente reflexión ‘La nueva lucha de clases’: “Los refugiados son el precio de la economía global”. La libre circulación de capitales, mercancías y servicios comporta, indefectiblemente, la migración forzada de las personas. Esta lógica que tanto influye en la actualidad, precisa de una respuesta sostenible y coherente.
Para el filósofo esloveno la mal denominada ‘crisis de refugiados’ debería ser tomada como una oportunidad para refundar el proyecto europeo. Con ella la Unión Europea se enfrenta de manera brutal a sus propias contradicciones y adquiere conciencia de lo utópico que resulta pretender ser una potencia económica desde una atalaya inalcanzable; el sinsentido que comporta diluir la propia identidad para ajustarla al cambio global, en vez de incidir en él desde la conciencia del valor y la riqueza del propio modelo. Si Europa no quiere migración habrá de replantearse su asunción de la libre circulación de mercancías, servicios y capitales.
Realiza Zizek una crítica radical del alma acomplejada de Europa: “Tendemos a prescindir de valores elementales occidentales precisamente en un tiempo en el que muchos de ellos (igualitarismo, derechos fundamentales, estado social) podrían servir, mediante una interpretación nueva y crítica, como arma contra la globalización capitalista”. La solidaridad verdadera comienza por acoger a los refugiados/as, pero también por exigir para ellos, en sus propios países, las condiciones que reclamamos para nosotros/as. Y eso implica ampliar el concepto de responsabilidad que entraña el flujo descontrolado de capitales y mercancías.
Ante un público algo deprimido por sus pérdidas bursátiles, Christine Lagarde proclamaba esta semana en Davos que Europa debía animar la demanda, a pesar de carecer de espacio fiscal para hacerlo. Se entiende que quien regala cientos de millones de dinero público a millonarios difícilmente puede entender hasta qué punto la bolsa de fraude anual (1 billón) supone todo un ‘universo’ fiscal. Ese es parte del potencial del que disponemos para recuperar la demanda y articular de manera sostenible nuestro mercado interior. Además habrá que exigir mediante acuerdos fiscales y comerciales (¿Tratados de Comercio e Inversión Socialmente Responsable?) que se respeten las reglas laborales, democráticas y medioambientales. No hay otra manera de parar el tiovivo, y con él esta eterna oscilación entre la euforia y la depresión financiera.
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