
Artur Mas lo dijo bien claro: “Lo que las urnas no nos dieron directamente se ha tenido que corregir mediante la negociación”. En su comparecencia ante los medios, el Ex president de la Generalitat se refería así al acuerdo con las CUP. Un cierto temblor en su voz delataba que no era del todo ajeno al sentido de estas palabras que sitúan la democracia como un instrumento al servicio de una causa, y que sugieren que los partidos del ‘plebiscito’, finalmente, se han decidido a subordinar la democracia como medio, a la nación como fin último. Si este planteamiento no sorprende en un partido como CDC, acostumbrado a las ‘causa mayores’, sí resulta decepcionante en quien defiende la ‘radicalidad democrática’ como las CUP.
La situación en la que se encuentra Catalunya desde la tarde del domingo, ya no es así tan sólo de emergencia social, sino también de emergencia política, y en un grado mucho más acusado que si se hubieran ‘puesto las urnas’ por segunda vez, para dejar decidir a la ciudadanía. Con la renuncia a convocar elecciones, Mas ha dado continuidad a una legislatura que tiene por seña de identidad, más allá de sus
lapsus lingue, un profundo déficit democrático. En primer lugar, está la trampa de vestir unas elecciones parlamentarias como plebiscitarias y luego interpretar el resultado plebiscitario desde una lógica parlamentaria. Si la lógica plebiscitaria es la de una persona un voto, el plebiscito se perdió por 14.709 votos (sin contar Unió y 115.579 con Unió).
En segundo lugar está la manipulación que supone el acuerdo con las CUP y que cuestiona la fidelidad a su programa. Este se presentaba desde el inicio como una propuesta a dos niveles: Un programa plebiscitario, pero a su vez un programa político para poner fin al capitalismo, enfrentarse al patriarcado y luchar por una república “de todas y para todas las personas”. Con la prestación incondicional de dos diputados y la supeditación de su voto a la estabilidad parlamentaria que monopoliza Convergencia, es complicado imaginar cómo van a promover la nacionalización de la banca, la desobediencia a la reforma laboral votada por Mas, o salvar a la sanidad catalana del ánimo de lucro de patrones como Boi Ruiz.
Pero si resulta algo torticero y desalentador el artificio político con el que las CUP traicionan la confianza de una buena parte de sus votantes, más preocupantes resultan aún las formas y el tono del acuerdo. Inquieta la disposición por parte del propio partido anticapitalista a aceptarlas, pero aún más la de su socio ‘capitalista’ al imponerlas. Hay una constante en todos los regímenes que se adscriben el monopolio sobre las conciencias, ya sea la iglesia católica o el totalitarismo soviético, y es su propensión a forzar la confesión autoinculpatoria, su querencia por ejemplarizar, en edificantes espectáculos públicos, su hegemonía moral. En este sentido los puntos 4 y 5 del acuerdo devienen lacerantes para la cultura democrática catalana.
El “Con el corazón sincero y fe no fingida, abjuro, maldigo y detesto los mencionados errores y herejías y, en general, todos y cada uno de los otros errores, herejías y sectas contrarias a la Santa Iglesia” de Galileo, o el “Nos alzamos contra la alegría de la nueva vida con métodos de lucha completamente criminales” de la confesión de Nikolai Bujarin, en 1938, es, sin lugar a dudas, fruto de circunstancias difícilmente comparables, pero aún así el principio es parecido. En honor al ideólogo marxista, hay que situar aquí que, incluso cuando uno se enfrenta a la Corte Suprema de la URSS, puede arrostrar semejante circunstancia con algo de dignidad.
En el caso del editor de Pravda y dirigente del Comintern, este empezaba su confesión con una finísima finta dialéctica: “Me parece verosímil pensar que cada uno de los que estamos ahora sentados en este banquillo de los acusados tenía un extraño desdoblamiento de conciencia, una fe incompleta en su tarea contrarrevolucionaria.” También la izquierda radical catalana presenta una clara ‘conciencia desdoblada’: entre su vocación democrática y social y su ortodoxia nacionalista. Es probable que, a pesar del auto de fe patriótico, se les haya conservado un cierto grado de conciencia social que les permitirá entender bien pronto hasta qué punto han entregado su coherencia política.
Con su cambio de tercio han salvado,
in extremis, a CDC y a Mas de la debacle y han insuflado aire en sus perspectivas políticas y en las de aquellos cuyos intereses representan. Al mismo tiempo han entrado finalmente en la lógica de la retroalimentación nacional que tantos réditos le ha dado a la derecha, y han participado así en poner los cimientos a una gran coalición española, que no tan sólo hará inviable la consecución democrática del derecho a la autodeterminación, sino que condena a la clase trabajadora española a una nueva fase de contracción y expolio de sus derechos y condiciones.
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