
Si hubiera que escoger un referente para la Unión Europea, para mí ese sería Tomás Moro. Por la naturaleza utópica que inspira el proyecto común, pero también por su obra más destacada, que este 2016 cumplirá 500 años, y que plantea con edificante sensatez soluciones a problemas que son de acuciante actualidad. Propone Moro en su ‘Utopía’ que la necesidad de trabajar sería menor si se produjeran bienes más robustos, se limitara la producción de los que se pueden considerar superfluos y se distribuyera el trabajo con mayor equidad. Anticipa así en cinco siglos la crítica a la cultura obsesiva del crecimiento y la reivindicación de la función social del trabajo.
La redistribución del excedente de tiempo que genera el progreso tecnológico es, sin duda, una de las cuestiones centrales de la reflexión social europea de los últimos dos siglos. Quien mejor recogió sus inherentes contradicciones, aparte de Marx, es tal vez su yerno, el maestro de la más cruenta ironía, Paul Lafargue. Desde su celda en la prisión parisina de Sainte-Pélagie, satirizaba en 1880: “
Trabajen, trabajen, proletarios, para aumentar la riqueza social y sus miserias individuales; trabajen, trabajen, para que, volviéndose más pobres, tengan más razones para trabajar y ser miserables. Tal es la ley inexorable de la producción capitalista.”
La resistencia a reducir el tiempo de trabajo, redistribuyéndolo entre el conjunto de los trabajadores/as, ha sido promovida desde siempre por el capital, pero ha sido también uno de los factores de división tradicionales de la clase obrera. El escenario de la gran recesión, y de la profunda crisis de empleo que atravesamos, ha mostrado hasta qué punto este debate es vigente y precisa de nuevas respuestas por parte del trabajo organizado y de la izquierda transformadora. Este es el propósito del magnífico y provocador libro ‘The refusal of work’ de David Frayne, que llega a mis manos gracias a la agencia literaria ‘Oh! Books’.
El trabajo es el principal mecanismo para distribuir la renta, aglutina una buena parte del tiempo de vida de las personas, es el principal eje de socialización, al margen de la familia y es, a su vez, la puerta a la ‘emancipación’ de las personas. Al mismo tiempo es, en muchos casos, una vía homologada socialmente para la mortificación y la ruina mental. Porque, en relación a la ‘enajenación’ marxista, la modernización de la economía y de los sistemas de producción no ha comportado un avance evidente. En cien años no han disminuido sustancialmente las horas de trabajo. La penosidad y la precarización, lejos de desaparecer, han adoptado simplemente nuevas formas.
Aún obviando su redistribución a escala planetaria por la globalización de las cadenas de producción, la explotación laboral luce hoy nuevos hábitos. Con la digitalización ha suplantado en buena parte el valor añadido que aportaba el oficio o profesionalidad de los trabajadores, ha aumentando las formas de monitorización y control, y ha extendido, mediante tabletas y teléfonos ‘inteligentes’, el dominio laboral. A la enajenación física se ha sumado la ‘emocional’ especialmente en el creciente sector ‘servicios’, en el que ya no se exige tan sólo una ‘prestación’ física, sino también una ‘actitud’: positiva, dinámica, afable y siempre ‘auténtica’.
El trabajo ha pasado de ser un imperativo ético en el siglo XVII, a un elemento de movilidad social en el XIX, una vía de desarrollo personal en el XX y, finalmente, un compromiso personal con la sociedad y su ‘competitividad’ y ‘sostenibilidad’. Constata Frayne: “
Los principales enemigos de la sociedad ya no son las patologías estructurales de la desigualdad, de la escasez de empleo y la mengua de trabajos atractivos, sino las patologías personales inherentes a la así llamada cultura de la pereza, del subsidio y de la dependencia”. Con la ‘empleabilidad’, aparece la responsabilidad personal en tener o no empleo, y en formar parte así de la ‘buena’ sociedad.
El premio a tal entrega no es una mayor autonomía personal. Porque el dividendo del aumento de la productividad no comporta más ocio, sino más consumo. El capitalismo no pretende satisfacer necesidades, sino que las produce mediante la mercantilización de un número cada vez mayor de ámbitos de la vida ‘personal’. Y es que el consumo satisface en esta ‘edad insaciable’ (Justin Lewis) tres cuestiones centrales: Incrementa la sensación de dependencia de los ingresos, reivindica la dedicación del trabajo a la producción de bienes de consumo y compensa la pérdida de ‘suficiencia’ de los individuos a la hora de articular su tiempo ‘libre’.
Sugiere Frayne que la vía para poner algo de sensatez en esta calamitosa historia va en la línea de la renta mínima garantizada, y en la constitución de una ‘política del tiempo’ (Gorz), que permita distribuir el tiempo en la sociedad más allá del dictado del capital. Esto redundaría en más facilidades para el desarrollo y la autonomía personal y en la conquista de nuevos espacios ‘políticos’ para la sociedad. La crisis por sí sola no ha podido suscitar un cambio tan sustancial. Para ello es necesario superar la ideología de la falta de alternativas y asumir la realidad como un espacio de intervención y responsabilidad social compartido por todos.
Es crucial en esta transformación el papel de los sindicatos de clase, que por su naturaleza y cultura de intervención, son los que pueden dirimir el conflicto entre trabajo y capital. A ello se opone la brutal ofensiva mediática y empresarial que intenta ponerlos a la defensiva y evitar, al precio que sea, cualquier alianza posible con la emergente cultura de renovación democrática. De nosotros depende que podamos desarmar esta estrategia. Tal vez hoy, a 500 años de la publicación de la ‘Utopía’, sea el momento adecuado. Y es que en palabras de Kathi Weeks, “
la importancia del pensamiento utópico es la de neutralizar el dominio del presente”.
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