domingo, 29 de noviembre de 2015

La rueda de hámster

La Comisión Europea presentó la semana pasada el Estudio Anual de Crecimiento 2016. Este documento sitúa las líneas directrices anuales de la gobernanza económica europea y marca las prioridades para los presupuestos estatales. La publicación de este año, con el título algo ampuloso de ‘Consolidación de la recuperación e impulso a la convergencia’, repite la letra de otros años, aunque con una música algo más harmoniosa. Así plantea la ‘recuperación’ económica como una oportunidad para recuperar justicia y cohesión mediante la inversión social, la creación de empleo ‘estable’ y la prevención de la pobreza, sin dejar de insistir, al mismo tiempo, en la flexibilización y en la desregulación.

El grado notorio de convulsión al que se enfrenta la Comisión, al pretender engrasar los roídos engranajes sociales, manteniendo, a un mismo tiempo, el ritmo que impone la ortodoxia neoliberal, queda reflejado en esta sorprendente frase: “Un cambio generalizado hacia unos mercados laborales más flexibles debería facilitar la creación de empleo, pero también debería permitir una transición hacia contratos más permanentes”. La voluntad de alcanzar la estabilidad mediante la flexibilización es uno más de los intentos de cuadrar el círculo que ha caracterizado a la Comisión a lo largo de los últimos años. Pero al margen de las agridulces recetas del estudio prospectivo, conviene observar también los anexos.

Así el informe sobre el Mecanismo de Alerta constata por ejemplo que Alemania mantiene un superávit comercial de cerca del 10% de su PIB, próximo por tanto a los 300.000 millones de €, lo que viene a ser algo menos que la deuda griega, y bastante más que el PIB de países como Irlanda, Hungría o Portugal. Al margen del hecho sorprendente de que la misma Comisión que pretende alumbrar el TTIP aunque sea con fórceps, reconozca que la Unión va sobrada a nivel de balanza comercial global (uno de los argumentos recurrentes para liberalizar el comercio), está lo que esto supone para el papel que juega Europa en el mundo. El liderazgo moral que se nos querría suponer, languidece y se mustia a la vista de la cicatería obsesiva que nos inspira.

Recapacitemos. El modelo imperante nos dice que la competitividad comporta la capacidad de exportar más de lo que se importa. El precio a pagar por esta competitividad es la contención salarial y la austeridad en la inversión pública. Parece evidente que el instinto de dominación que inspira semejante visión hegemónica tiene dos defectos estructurales. Por un lado está el hecho de que no comporta ninguna estabilidad a largo plazo. Es este un modelo que no puede servir a nivel global, al circunscribirse el ‘mercado’ inevitablemente a la corteza terrestre y no poder exportar todos más de lo que importamos. Por el otro, implica una redistribución permanente de las rentas del trabajo al capital, en aras de un supuesto beneficio ‘nacional’.

El discurso neoliberal con sus mercados eficientes, órdenes espontáneos y manos invisibles, entraña además una limitación endémica. Al considerar que la política no puede sino interferir en la economía, y que su principal función es la de ‘dejar hacer’ al mercado, convierte la democracia en un ejercicio de gestión y de marketing político en el que no hacen falta proyectos o modelo sociales, sino que basta con gestores pragmáticos (de esos que ni son de izquierdas ni de derechas). Con ello pierde la capacidad ‘política’ de intervenir en otros problemas acuciantes como la degradación ambiental y climática, la extensión de la pobreza extrema o la propagación de la violencia y de la guerra.

Frente a esta entelequia vacía y corrosiva se precisa de un modelo social. Este no puede sino construirse alrededor de un elemento que articule individuo y sociedad y que permita poner en valor la dedicación, el compromiso y la responsabilidad por un lado, y por el otro, el derecho a la emancipación como persona y como ciudadano/a. Este elemento de cohesión, este vértice de derecho y de progreso, social y humano, no puede ser otro que el trabajo, que conviene repensar y sacar de la rueda de hámster postfordista en la que continúa encerrado.

Ya no es tan sólo el reto de la digitalización, el envejecimiento de la población o el recuperar la demanda agregada como factor de impulso económico lo que precisa de la centralidad del trabajo, sino la cohesión, la justicia social, y la misma viabilidad del proyecto democrático. Cuando los propios ‘gerentes’ de la Comisión del Eurogrupo han sido desenmascarados como estrategas de la elusión fiscal y vasallos de la reproducción del capital, el reto no parece fácil. De una u otra manera hay que parar la rueda y romper la ilusión de continuidad para renegociar el papel que le corresponde al trabajo en la sociedad.

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