martes, 24 de noviembre de 2015

Control social

En Bruselas se ha desatado una ola de pánico. La máxima alerta decretada por las autoridades ha sumido la ciudad en un clima marcado por la ansiedad y la incertidumbre. Las calles vacías, el centro y los transportes públicos, controlados por soldados fuertemente armados, trasladan un halo de fatalidad inminente, de amarga e inquietante exposición al terror más gratuito. Si uno se detiene a pensar por un momento en que estamos a 300 kilómetros de París, la ciudad en la que se desarrollaron los brutales ataques terroristas, le invade la duda de si no será este el nuevo escenario al que nos habremos de enfrentar en un futuro inmediato. Porque ya no se trata de la experiencia traumática posterior al impacto del terrorismo, si no de la antesala de un acto tan sólo ‘posible’, pero con consecuencias inmediatas en nuestra existencia cotidiana.

El pacto tácito de no injerencia entre los medios de comunicación y el poder político ha sido sellado en aras de la fuerza mayor. Es esta, la fuerza mayor, un poder absoluto que parece cobrar vida propia en nuestra experiencia democrática y que extiende su sombra más allá de toda tutela jurídica. Un poder cuya voluntad es la de imponer el estado de sitio permanente, dominar este páramo inhóspito en el que se instala, día a día, el presidio postdemocrático. El papel en todo ello de los medios de comunicación es crucial y relevante. La reproducción del orden social se realiza preferentemente a través de dos canales. La formación y la educación, como constelación de valores en la que nos sitúa el poder por un lado. La construcción de la actualidad como sucedáneo ‘controlado y controlable’ de la realidad, por el otro.

El control de la agenda temática, el diseño permanente del mapa intelectual y emocional con el que interpretamos el mundo, se ha demostrado como una inapelable estrategia de dominio. Para ello hizo falta una convergencia entre los grandes grupos mediáticos, un enfoque de futuro por parte del capital, que permitiera el monopolio sobre la ‘actualidad’. Actualmente la prensa generalista, los boletines radiofónicos, los noticiarios televisivos vierten las mismas noticias en un tratamiento muchas veces calcado. Es evidente la pérdida del distanciamiento crítico, del cuestionamiento de los datos, del contrastar las fuentes, en un balance que resulta mediocre y peligroso. De manera especialmente pronunciada en nuestro país, en el que la libertad de prensa, así ‘Freedom House’, ha alcanzado su punto más bajo desde la dictadura.

La reacción visceral de ‘El País’ ante las críticas lanzadas en un reciente artículo de ‘The New York Times’ es buena prueba de ello. Que existe una relación entre la autocensura, la censura directa y la concentración de capital en un medio no sorprende a nadie, exceptuando tal vez a Cebrián. Que la crisis y el enorme endeudamiento de algunos grupos han tenido un efecto devastador y que, junto a los 11.000 periodistas que han perdido su empleo en los últimos 7 años, se ha perdido también la independencia editorial, es obvio. Los medios de mayor proyección o bien pertenecen a grandes grupos internacionales, a grandes fortunas, o a instituciones como la Iglesia Católica. Si al mismo tiempo en los medios públicos la deontología es sacrificada en aras de la propaganda gubernamental, así el Consejo de Informativos de RTVE, la cosa pinta fatal.

Esta constelación mediática tiene lugar además en un entorno político en el que la libertad de prensa es constreñida constantemente, tal y como denuncia el informe publicado en junio de este año por el Instituto Internacional de Prensa. En él se demuestra hasta qué punto la ‘Ley mordaza’, el pacto ‘antiterrorista’ firmado por Rajoy y Sánchez, o la Ley de Enjuiciamiento Criminal, también conocida como ‘Ley Torquemada’, restringen la libertad de expresión e información, y condicionan el trabajo de los/las profesionales. En un momento en el que la corrupción y el fracaso de las políticas económicas deslegitiman con cada vez mayor fuerza el gobierno plutocrático, la tentación de utilizar la barbarie para instaurar un régimen en el que se institucionalice el control social tiene cada vez mayores visos de convertirse en realidad. Una alternativa sería la de imponer la descentralización de la propiedad de los medios. Pero eso ni formará parte de la campaña electoral, ni será en ningún momento un debate ‘actual’.

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