
Que uno de los abominables atentados de París se escenificara en el Boulevard Voltaire es probablemente fruto de la casualidad. La execrable brutalidad de los asesinos que ejecutaron de manera sumaria a 129 personas la noche del pasado viernes, es incompatible con toda sensibilidad cultural y hace también improbable cualquier referencia o animadversión hacia el filósofo francés que, en los albores de la Ilustración, retratara con tanta agudeza la simpleza y necedad que caracterizan el fanatismo y la intolerancia. 10 meses después de atentar contra la libertad de expresión, de pretender prohibir el humor como espacio de libertad moral, los cautivos del fundamentalismo más execrable han dirigido su intransigencia y odio contra los lugares en los que se articula la vida cotidiana; restaurantes, estadios y salas de fiestas.
Quien pretende sembrar el terror pretende contagiarlo en cada uno de nosotros/as. Desea que el pavor al reconocernos en las víctimas, se inocule en todo nuestro ser y se instale en nuestras conciencias. Pretende incrementar así el potencial de reacción que le es propio al terrorismo, con tal de marcar los tiempos y la agenda. La reacción de Hollande y de Valls, lejos de asumir la propia responsabilidad por el fracaso de la política de seguridad y de prevención antiterrorista, ha sido la de declarar una guerra incondicional. No han entendido que esta es una guerra asimétrica, una guerra secreta, permanente, descentralizada, de una visceralidad ciega e insaciable, que exige otro tipo de tácticas. La pura reacción, desde el orgullo patrio y la afrenta, no hace sino avivar la retroalimentación que precisamente persiguen los terroristas.
El escarnio bélico comporta indefectiblemente el riesgo de efectos colaterales. El ataque preventivo, las medidas coercitivas, la escenificación del poderío militar, tal vez transmitan por un tiempo breve una falsa sensación de paz, pero promueven, mediante la desproporción y la injusticia, la extensión del odio. Este fue el error en 2001, tras los atentados del 11S. Una intervención en Siria, virulenta e inmediata, no hará sino generar más dolor y resentimiento en una población ya atormentada. La reacción por parte de gobiernos ultraconservadores como el de Polonia o de partidos como el Frente Nacional francés, instrumentalizando el atentado para promover la xenofobia y el egoísmo nacional, no hará sino sembrar más horror y desolación entre los que huyen de la brutalidad institucionalizada, ya sea en Somalia o en Siria.
Ni la guerra sin cuartel del fundamentalismo es una guerra ‘santa’, ni tampoco el ‘Estado’ islámico es un ‘estado’ contra el que valgan las estrategias bélicas al uso. La falta del más mínimo respeto humano por parte de los asesinos de París cuestiona su ‘vocación’ religiosa e inscribe su actuación en el más evidente nihilismo. La construcción del ‘estado’ del Daesh no es un proyecto popular, sino la lamentable reacción a la ‘desestatalización’ promovida por los intereses corporativos y por la lógica extractiva de las transnacionales que han eliminado las estructuras de estado allí donde estas podían suponer una oposición a su voluntad de privatizar recursos primarios. La financiación de los terroristas, su potencial militar, muestra filias y vínculos que se inscribe en una evidente lógica geopolítica que conviene investigar.
En relación a los caladeros sociales del fundamentalismo, horas antes del atentado Sami Naïr publicaba un artículo titulado ‘el incendio de las banlieus’. En él recordaba que, 10 años después de la revuelta generalizada en la periferia de las grandes ciudades francesas, se había invertido mucho dinero (48.000 millones de € en 594 barrios), sin tocar la cuestión central, la inserción laboral. El 51,4% de los menores que viven en las banlieus están bajo el umbral de la pobreza. Si en el 2005 el levantamiento era social y político, 10 años después el resentimiento ha producido un fuerte repliegue religioso que pretende hacer prevalecer una cierta moral ante el azote de la droga y del crimen. Este es el caldo de cultivo del martirio, el fracaso de una república cuyos valores y oportunidades se han detenido a las puertas de la marginalidad.
Frente a esta situación urge invertir en democracia, promover el estado republicano en París, en Madrid, en Damasco y en Bagdad. Decía Voltaire en su inolvidable y hoy muy recomendable ‘Cándido’: “Los hombres han corrompido un poco la naturaleza, ya que no han nacido lobos y lobos se han vuelto”. Para dejar de ser lobos habremos de comenzar por promover con algo más de determinación lo que queda en nosotros de humanos. Y humanismo es respeto, educación y, por encima de todo, justicia y solidaridad, el impulso más inmediato, rotundo y generoso, que nos distingue como personas.
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