
En épocas de crisis al líder se le agudiza el ingenio. Para exprimir la estadística y para dominar el arte de la farsa. Que Rajoy dijera ‘No vamos a negar el derecho de asilo a nadie’ cuando el año pasado, de 3.600 resoluciones sobre protección internacional, el estado español denegó 1.590, suena a vileza. Que a pesar de ser el estado español de los que más reciben en el reparto de ayudas europeas, sea de los que menos peticiones de asilo procesa, resulta esclarecedor: Frente a las 600.000 solicitudes presentadas en Europa en 2014, España aceptó algo menos de 6.000. Así, aún dejando al margen la cuestión siempre vergonzante del tiempo que precisa la administración de media para procesar estas peticiones, de 3 a 4 veces el empleado en otras latitudes, parece evidente que la gestión de los refugiados/as en España o bien es futo de una incompetencia pertinaz o de una ineptitud estratégica en toda regla.
El reparto de cuotas a nivel Europeo ya parece de por sí suficientemente penoso. Que un estado como el español, fronterizo y periférico, y al que se le supone por tanto una cierta sensibilidad con la cuestión migratoria, pretenda escaquearse a la hora de arrimar el hombre y hacerse cargo de la situación, resulta denigrante. Especialmente para una ciudadanía que ha sabido darle al Partido Popular una lección de compromiso y solidaridad, ofreciendo sus propios hogares y recursos con tal de paliar como sea el sufrimiento de aquellos que padecen de una insoportable incerteza y precariedad. Al margen de las bajezas de la ‘alta’ política europea y de los tecnicismos administrativos, las necesidades de los y las refugiados/as debería ser hoy un argumento de ‘fuerza mayor’ mucho más relevante que el que imponen los mercados e instituciones internacionales cuando dictan sus espurias prioridades.
Intervenir hoy en la crisis migratoria significa liberar más recursos y coordinarlos mejor. Eso pasa no por levantar vallas más altas o por afilar más las cuchillas, sino por hacer llegar el dinero allá donde realmente se precisa. Las declaraciones del ministro de interior, comparando la migración con una gotera (haciéndose eco de Sarkozy) delatan una visión ‘mecánica’ del hecho migratorio totalmente inapropiada. Ante la visión limitada de políticos ‘fontaneros’ cuyas soluciones se quedan en el remiendo, hace falta que fluyan fondos a aquellas ciudades y a los pueblos en los que la gente desea ejercer la solidaridad. Hay que dar respuesta a la iniciativa ciudadana y hay que canalizar los recursos con tal de desplegar completamente este potencial. Es urgente preparar mediadores, orientadores y asesores que faciliten la acogida y acompañen el proceso dotándolo de la necesaria cercanía y calidad humana.
Pero no sólo hace falta más coordinación para gestionar recursos, sino para intervenir a nivel legal y político y cambiar el rumbo. Aunque sea ya tarde para tantas personas que se han dejado la vida, Europa tiene que madurar políticamente con esta crisis. Ha de sacar del drama y de la intolerable desgracia que atormenta a tantas personas inocentes la fuerza para dar un paso adelante y convertir la letra de sus comunicados y resoluciones en un propósito real y tangible. Es necesario desactivar la regulación Dublin II que traslada la responsabilidad a los países periféricos, que son precisamente los que gracias a la consolidación fiscal menos medios públicos tienen, y asumir la acogida y asistencia a los/las refugiados en el marco de una política común. Hacen falta corredores humanitarios que permitan evitar mafias y riesgos inasumibles para que cada cual pueda acceder a la seguridad que le corresponde como ser humano.
La nula intervención de la Unión Europea en su vecindario inmediato, o, mejor dicho, la intervención descoordinada y de carácter belicista que ha liderado o permitido, ya sea en Ucrania o en el Mediterráneo, ha empeorado la situación en la periferia. El fracaso de la política de vecindad reclama compromiso, no tan sólo en la acogida, sino para garantizar que nadie se vea obligado a huir de su país de origen. En este sentido Siria y Libia suponen una herida profunda en la dignidad del proyecto Europeo y muestran la inmadurez de su política exterior común. El estado de excepción que debiera declararse en estos momentos habría de abordar la acogida de los refugiados, pero también la intervención humanitaria en conflictos de los que no todos pueden huir para buscar refugio. También la política comercial europea, demasiadas veces contaminada por intereses corporativos que no buscan extender la riqueza y la cohesión, sino que tutelan y promueven la codicia de las transnacionales, habría de ser revisada con carácter inmediato.
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