lunes, 1 de junio de 2015

Cree el dron...

El aburrimiento siempre es mal consejero, máxime cuando uno intenta refugiarse de él en algún cine. Si luego se encuentra con una película como ‘Good Kill’ el sopor cinematográfico puede llegar a ser mayúsculo. La película que protagoniza un Ethan Hawk hierático, insípido como una sopa de piedras, trata de un piloto de drones que realiza su trabajo con abnegación desde una base cercana a Las Vegas. La gran frustración de este carácter inexpresivo, casi mortecino, no es el hecho de estar ejecutando sumariamente a población más o menos civil en el otro lado del mundo, sino el no poder volar y verse condenado así a ser, no un piloto temerario y heroico, bronceado al sol de mil batallas, sino un criminal sedentario, ceroso y pálido, como el post-it que se reseca en el cajón de la mesa de cualquier despacho. La única posibilidad de sobrevivir a una película como esta es armarse de paciencia e intentar discernir, entre tanta papilla ideológica, cuál es el objetivo de tan monumental bodrio. A través de sus problemas con el alcohol y de otros socorridos tópicos, el protagonista reclama en su viaje de superación la complicidad del público para criticar la política de ejecuciones sumarias dictada por el gobierno norteamericano, pero no por su inmoralidad, ¡Sino por su falta de épica!

La indignación ante la dimensión aséptica con la que ‘Good Kill’ trata un tema como el de los drones, obliga a buscar literatura de fondo. Se ofrece así ‘La guerra de los drones’ de Medea Benjamin, figura destacada del antibelicismo norteamericano, que en su libro (publicado en Anagrama) ofrece datos y reflexiones sobre un fenómeno que parece haber escapado a todo control. Según la Oficina de Periodismo de Investigación, entre 2004 y 2011, murieron por drones entre 2.372 y 2.997 personas, de las cuales, entre 391 y 780, eran civiles, y 175 niños. En relación a los ‘objetivos’ valga recordar que existen dos tipos de ataques con drones, los que persiguen la eliminación física de una persona de una lista de objetivos, o los que se basan en que el comportamiento de un individuo coincide con el perfil de un combatiente. En este caso el llevar un fusil (circunstancia habitual en los varones de ciertas tribus no solo afganas, sino también norteamericanas) convierte a cualquier civil en un ‘combatiente’ y por tanto en una víctima propiciatoria de la guerra contra el terrorismo. Como recuerda el catedrático de derecho Kenneth Anderson, el asesinato selectivo es el resultado de la doctrina ‘Eliminar, no capturar’ que evita engorrosos juicios y detenciones, que cuestan dinero y a veces electores.

Esta política que infringe escandalosamente el derecho internacional y que ha sido aplicada no tan sólo en zonas de guerra como Afganistán o Iraq, sino en otras como Somalia, Yemen o Filipinas, se excusa siempre como actos de autodefensa, aunque se realicen a miles de millas del territorio de los EEUU. La guerra de los drones, que se remonta a la agresión del 11S, supone además un increíble negocio que alimenta una industria que prevé facturar unos 94.000 millones de dólares, entre 2011 y 2020. Si cada misil Hellfire lanzado por un dron cuesta 68.000 dólares, no es de extrañar que exista un gran interés en promover la guerra, máxime cuando “amparada bajo el manto de la ambigüedad legal y la seguridad nacional, la impunidad es lo que prevalece”. Y el móvil económico que por ejemplo ha convertido Gaza en un campo de pruebas para que Israel, como mayor exportador mundial pueda poner ‘eficacia probada en combate’ en sus catálogos militares, es tan sólo uno de los argumentos contra los drones. Aunque considerando su trágico balance y la vulneración de derechos fundamentales que ha comportado, debería bastar por sí solo para prohibir su uso.

Los francotiradores del cielo o la telemuerte como algunos lo llaman, son un recurso muy atractivo, especialmente cuando supone un gran negocio para algunos y no genera especial resistencia en la población, que se deja engañar por la dimensión aparentemente ‘virtual’ de la guerra tecnológica. La estética ‘playstation’ y nombres que parecen salidos de ‘Jurassic Park’ como ‘predator’ o ‘pterodactyl’, trivializan lo que es una ejecución quirúrgica, pero sumaria a fin de cuentas. La impunidad con la que intervienen, y la impotencia absoluta que generan, tienen además el efecto de radicalizar a la población autóctona ante una agresión desproporcionada que los empuja inevitablemente a los brazos de la mal llamada ‘insurgencia’. A su vez esta tecnología se ha extendido ya a otros países, que de aplicar el mismo criterio de autoridad de los EEUU, podrían acabar por convertir el planeta en una zona de guerra sin reglas. Finalmente, tarde o temprano, este tipo de tecnología se acaba introduciendo en los propios países. Con ello se completa y facilita la deriva hacia una ‘sociedad vigilada’ en la que las libertades son toleradas al precio de ser controladas en todo lugar y momento.

La siguiente fase tecnológica es la de automatizar los drones hasta poder prescindir incluso de los pilotos. Medea Benjamin cita a un tal Larkin que dice que “La autonomía de la muerte es inevitable”, lo cual debiera bastar para condenar al gobierno norteamericano en su conjunto al diván del psicoanalista. Parece evidente que la pérdida de sensibilidad ha robotizado ya a un buen número de políticos y gobernantes en los EEUU, que han conseguido superar cualquier dilema moral. Decía el secretario de defensa Robert McNamara: “A veces hay que obrar mal para hacer el bien”… y es que ‘Cree el dron que son todos de su condición…’

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