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En este país de burbujas desde hace bien poco nos sorprende el bullicio de una nueva que, a bombo y platillo, nos hechiza a todos con su brillo y colorido. Es la burbuja política que infla la actualidad y la esperanza con flamantes liderazgos y la bullangera altanería de formaciones y partidos de lo más variado, embutidos todos ellos en disfraces hechos de los más exóticos pigmentos, siempre primaverales y maravillosos. Hemos pasado del palacio y de la burbuja del ladrillo, a la pompa y el brío de la plaza pública, en la que se mercadea con la integridad, la verdad y la honestidad eterna. Así se pone en escena la avasalladora fuerza que le reserva el sistema al marketing social y político y a sus audaces criaturas. Si el sistema da razones para creer que algo puede subir o bajar, al final lo acaba haciendo. Se vio con la prima de riesgo, donde se demostró que la expectativa de quiebra comporta la quiebra, y lo vemos ahora, con las burbujas políticas, en las que la simple escenificación de la oportunidad se acompaña, ipso facto, del éxito, al menos en las encuestas. Esta es tan sólo una muestra del poder que existe hoy para instrumentalizar la democracia. Mediante el estado de opinión, el hermano pobre de la conciencia crítica, se arruina a un país o se encumbra a un partido o a una persona.
Y si alguien se pregunta ¿Qué es el sistema? Que le plantee la cuestión a los sociólogos, pero no a los que llevan las riendas de las empresas demoscópicas y responsables de encuestas y pronósticos, sino a aquellos que aún se atreven a definir objetivamente los ingredientes con los que se cocina la realidad política. Estos son sobre todo dos. En un lado está la tematización y proyección de candidatos en tertulias y shows de política ficción, y en el otro el diseño de la potencialidad, la visualización pseudocientífica de que ese proyecto en ciernes es posible, realizable, y que cuaja con innegable fuerza en el ‘estado de opinión’ del país, una especie de inconsciente colectivo de carácter ‘predemocrático’, pero decisivo. Lo hemos visto los últimos meses con Albert Rivera y su proyecto’ ciudadano’. Como un deportivo a la salida de un semáforo, ha pasado, quemando rueda, del 0 al 100 de las encuestas, con un liderazgo juvenil, provocador, y el apoyo y entrega del poder mediático. Y si no que se lo pregunten a Ramón Marcos, candidato madrileño de UPyD que hace bien poco decía: ”Ciudadanos es un proyecto para defender intereses viejos manejado por el poder político, económico y mediático, hecho crecer de forma no natural a través de la instrumentación de los medios de comunicación.”
Algo sabrá él de este tipo de fórmulas. La verdad es que el desembarco ‘ciudadano’ ha sido como para hacerse mirar la teoría política al uso, y el resultado en las autonómicas andaluzas un prodigio de índole casi sobrenatural. Se confirma que entre las televisiones y las empresas de encuestas se conjura una realidad política que intenta prevenir de la mejor manera un escenario en el que se superara el bipartidismo, con lo que eso supondría para la oligarquía de este país. Albert es, no cabe duda, el príncipe del IBEX, e ilusiona y conmueve a una gran parte de la patronal. Sus declaraciones el 1 de mayo muestran lo que ya anunciaba la presentación del programa económico de su partido. Su principal estrategia es la de satisfacer con su ímpetu y bravura juveniles las preferencias de una parte del capital financiero, que, desde la atalaya global que le ofrecen sus escuelas de negocio y lobbies, se siente algo avergonzado y da por perdido, por casposo e inútil, el papel histórico que le correspondía al partido popular. Y si algo tiene una burbuja eso es jabón, y colores y reflejos, y si algo necesita el país es la esperanza encarnada en un joven fuerte y talentoso, de verbo implacable y notable arrojo.
Cuando en su programa Albert saca la mochila austríaca, el contrato único y la ayudita a los trabajadores pobres, no le falta una cierta dosis de ambigüedad ideológica y de iniciativa que hasta podría confundir a algunos incrédulos, y hacerles creer que sí es posible conciliar centro político y programa neoliberal. Pero si Rivera vino desnudo al mundo de la política, a nadie se le escapa que no vino solo. Ciudadanos es una contraofensiva diseñada por algunos virtuosos de la mercadotecnia para reequilibrar la balanza y garantizar que esta no se hunda por uno de sus lados y comience a primar la cultura de la redistribución fiscal y de la cohesión y justicia social. Mientras la otra gran burbuja política empieza a descender y se agrietan sus paredes de jabón, cunde la sospecha de que en este país restaurador por excelencia lo que pesa es la lógica lampedusiana de cambiarlo todo para no cambiar nada. Así se actualizan liderazgos y siglas para proteger la elite eterna. Nada puede moralizar un sistema corrupto de raíz, y no valen más partidos que aquellos que con humildad se entiendan como actores de transición, e introduzcan nuevas reglas para recuperar la democracia desde la transparencia y la participación no de unos pocos y distinguidos, sino del conjunto de los ciudadanos y ciudadanas.
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