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La semana que viene hará tres años que se inició la andadura de la ‘bombeta’. Fue a raíz de la huelga general del 29 de marzo y de la impotencia que generó la reforma laboral de Rajoy, que decidimos levantar esta pequeña barricada digital. 120 entradas después seguimos explorando los argumentos y contradicciones del capital y elucubrando cuáles pueden ser las soluciones en un futuro próximo, iluminados siempre por el espíritu de la Utopía de Tomás Moro que, el año que viene, cumplirá 500 años. En esta semana especial, marcada espiritualmente por la fuerza de la renovación primaveral y por la celebración de la finitud de todo invierno y doctrina, le queremos dedicar nuestra reflexión a un concepto de fuerte proyección en la actualidad: la ‘obsolescencia’. A pesar de que la RAE no recoge el término, que deriva de ‘obsoleto’, éste describe la caducidad de objetos, aparatos y sistemas, no porque hayan dejado de funcionar, sino porque funcionalmente son substituidos por otros de mayor atractivo o mayor desarrollo tecnológico. La programación de la obsolescencia, es, al igual que la diversificación del producto, una de las estrategias para impulsar el consumo, y conforma, junto al crédito y la mercadotecnia, el tercer eje de la cultura del crecimiento permanente.
Esta palabra ‘crecimiento’ se ha convertido en un concepto hegemónico, y en un pilar central de la táctica de dominación semántica del capital. Baste con recordar que la propia estrategia económica de la Unión Europea se basa en tres crecimientos; inteligente, sostenible e integrador, que orientan y legitiman la gobernanza económica en Europa y con ella las políticas de austeridad. Para cualquier persona con una mínima curiosidad filosófica este ‘engendro’ de los ideólogos de la Comisión muestra una gran limitación conceptual y argumentativa ya desde su propio planteamiento, porque el crecimiento difícilmente puede ser inteligente, sostenible o integrador. Al fin y al cabo el crecimiento no es un despliegue de la inteligencia creativa, sino la realización de un ciclo predeterminado por un código genético, y que se adapta de manera permanente a las circunstancias. El crecimiento es ‘maduración’, eso es, en términos sociales responsabilidad; es también autonomía, lo que en el ámbito de las personas entendemos por ‘emancipación’, y finalmente es la realización y perpetuación del proyecto, mediante aquello que conocemos por ‘reproducción’. El crecimiento no puede ser por tanto ni inteligente ni sostenible, porque es tan imposible el eterno crecimiento como lo es la eterna juventud.
De todas maneras el crecimiento que se nos vende es un concepto muy limitado y que no se basa en la realización de un plan genético y de su despliegue en un entorno ‘natural’ en el que interactúa y se complementa con otros elementos en el marco de una ‘inteligencia’ holística y universal, sino que es la realización de un modelo ideológico, de factura mediocre y ligado a unos valores bastante primarios como lo son la ‘libertad’, el ‘disfrute’ o la ‘propiedad’. El crecimiento que marca nuestras vidas, no es el nuestro propio como individuos, sino el de la economía, siempre en términos cuantitativos, estadísticos, ya sea en el ámbito del producto interior bruto, del balance por cuenta corriente o de los costes de producción. Esta parca filosofía que le dibuja a la humanidad un horizonte tosco y vulgar, demuestra su preeminencia mediante el flujo y el consumo. Cuanto más movimiento de mercancías, mejor, cuanto mayor consumo de materia prima, mejor, cuanto más dependencia, mejor, aunque sea en el marco de un crecimiento insostenible que nos condena en términos ambientales, de recursos, pero también socioculturales, a un proyecto inviable, cuya obsolescencia viene programada por la codicia ciega de un capital más interesado en su propia reproducción que en la de la especie.
Debates recientes como el de la industria 4.0, también conocido como ‘industria inteligente’ (no podía ser de otra manera), muestran el absurdo de una estrategia de crecimiento en la que el único papel que le queda a las personas es el de consumir la producción programada por los diseñadores de una máquina global, un ciberplaneta o como se quiera llamar, en la que los y las humanos/as tan solo continuarán siendo ‘interesantes’ mientras no sean completamente ‘cuantificables’ ni ‘previsibles’ y ‘produzcan’ algo que no quepa ni en un algoritmo ni en un generador de azar. Esta es la auténtica realización de un crecimiento inteligente, sostenible e integrador. Una realidad en la que las personas no importan, porque están supeditadas a la permanente actualización de un gran mecanismo mundial, que intercambia sus piezas, mejora de manera parcial su diseño, y busca permanentemente el desarrollo de todo su potencial. En esta estrategia la única obsolescencia programada es la nuestra. Por ello deberíamos recordar que no hay crecimiento sin muerte, que el futuro entraña responsabilidad y que la realidad es lo suficientemente inagotable, ignota e interesante, como para que no hayamos de refugiarnos en nada que sea virtual. Por eso conviene recuperar un debate en profundidad sobre la viabilidad de nuestro modelo de producción y reflexionar sobre cuestiones tan centrales como si en un mundo en el que no exista el trabajo, tiene sentido que exista la propiedad.
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