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Ni los excesos de los manifestantes ni la manipulación policial orquestada alrededor de la inauguración de la nueva sede del BCE en Frankfurt pueden ocultar lo evidente: El banco central europeo es hoy la máxima expresión de un modelo de construcción europea que suscita fuerte aversión y rechazo. Las alambradas de la OTAN protegiendo el perímetro del nuevo edificio, las fuertes restricciones a la prensa para poder ejercer su derecho a informar, o la concentración de fuerzas antidisturbios, con 10.000 policías frente a 17.000 manifestantes, ponen de relieve el profundo cinismo que inspiró a Draghi al declarar que “Este edificio es un símbolo de lo mejor que podemos alcanzar juntos en Europa”. O bien el banquero ha escogido cristales demasiado opacos para su torre de marfil y desconoce la realidad, o tiene en muy baja estima aquello que Europa, como proyecto, pretendía realizar. De hecho, si recordamos la entrevista al Wall Street Journal, en marzo de 2012, en la que declaraba que “El modelo social europeo es cosa del pasado” no cabe excluir que en Mario converjan el distanciamiento de la realidad con ese talante autoritario, antidemocrático y, en definitiva, tan antieuropeo, propio de todo ‘iluminado’ neoliberal, ya venga de Lehmann Brothers o de Goldmann Sachs.
El saldo de la ‘fiesta’ en el BCE fue de más de 200 heridos entre manifestantes y policías, con cerca de 400 detenciones. Los excesos, utilizados por el ministerio del interior alemán para desacreditar la resistencia de la ciudadanía frente al dictado del capital financiero, en ningún caso pueden distraer del talante autoritario e imperial que acompaña la misión y la política del BCE. Los antidisturbios alemanes, con sus protecciones corporales (de los pies a la cabeza) y un despliegue ridículo de armas y artilugios bélicos, recuerdan cada vez más a las tropas de asalto de Darth Vader, con la diferencia de que éstas iban vestidas de blanco, y de que nuestra particular estrella de la muerte, allá a lo lejos, junto a las tranquilas aguas del Meno, se ha pagado con los impuestos de la ciudadanía, eso sí, con un sobrecoste del 30% que le habría puesto los pelos de punta hasta al bueno de Chewbacca. Frente a la batalla campal en Frankfurt no han faltado medios que han defendido al BCE, destacando su papel secundario y escasamente político en las políticas de austeridad, y por tanto el carácter simbólico, falsario y desproporcionado de la convocatoria de Blockupy y demás. La supuesta ‘independencia’ del banco central, lo haría así en cierta medida ‘irresponsable’ de las políticas de austeridad.
Pero esto no es más que intoxicación informativa. El BCE ha sido el principal responsable de salvar con 800.000 millones de euros las nefastas consecuencias de los excesos que debían supervisar los banqueros centrales que se sientan en su consejo. Si comparamos esta cantidad con los 6.000 millones que se habrían de invertir en la garantía juvenil, los 21.000 millones del Plan Juncker, o los 200 millones aprobados por Tsipras para superar la emergencia social inmediata en Grecia, y que tan injusta crítica ha merecido en las instituciones europeas, parece evidente que los intereses que defiende Draghi son tan poco públicos como notorios. También las misivas enviadas por el anterior presidente del BCE, Jean-Claude Trichet a España, Irlanda o Italia, muestran hasta qué punto es independiente el banco central. En la carta del 5 de agosto de 2012, desclasificada por presión de un abogado extremeño el pasado 19 de diciembre, Trichet exigía a Zapatero medidas tan concretas como la descentralización de la negociación colectiva, la eliminación de las cláusulas de ajuste salarial automático, la creación de nuevos contratos con menor indemnización o un nuevo ajuste del gasto. Exigencias suficientemente ‘claras’ como para dudar del carácter ‘político’ y por tanto de la ‘responsabilidad’ del BCE.
En sus memorias, publicadas en 2013, el ex-presidente del gobierno resume con claridad porqué satisfizo de inmediato las demandas de Trichet: “Dependíamos del BCE”. Parece por tanto que la independencia del BCE es instrumental, y que el papel del banco central europeo, al faltarle toda legitimidad ‘constitucional’ para imponer políticas a cambio de crédito, es profundamente antidemocrático. No se sabe si la nueva sede del BCE será lo suficientemente alta, como para poder ver toda la miseria y la precariedad que han generado sus políticas. Tal vez se deje engañar por sus propias mentiras estadísticas o se deje convencer por aquellas que propagan los medios afines o los que dependen del crédito. Lo que parece evidente es que una buena parte de la ciudadanía europea ha calado ya el papel del BCE. Su absurda filosofía, según la cual los bancos son demasiado grandes para quebrar, mientras estados, gobiernos y personas son suficientemente irrelevantes como para ser salvadas, es inaceptable y criminal. Que el grifo del crédito, y con él la ‘fuerza’ para generar ilusión monetaria y manipular la economía a corto plazo esté en manos de una institución de carácter tan profundamente antidemocrático como el BCE, supone una grave amenaza. A día de hoy la supuesta ‘independencia’ del banco central, eso es, su carácter servil frente a mercado y capital, nos hace dependientes a todos los demás.
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