miércoles, 11 de febrero de 2015

Sísifo se rebela

Hay quien sospecha que en el fondo Sísifo sabe que cuando llegue a la cima, la piedra rodará por la otra ladera. La duda está en porqué vuelve siempre de nuevo a reiniciar el camino a la cumbre, empujando el pesado lastre de su condición de esclavo. De la misma manera, parece evidente que los economistas, también los neoliberales, saben perfectamente que la inmensa deuda que se ha ido generando en Grecia es ya impagable, y que los rescates y reformas tan sólo sirven para dar impulso a una rueda que, gira y gira, pero que no lleva a ninguna parte. Así cabe preguntarse, por qué tras las elecciones griegas, la respuesta de aquellos que mandan en el Consejo, en el Banco Central Europeo o en el Eurogrupo, es, de manera casi obsesiva, la de continuar recetando una medicina que, como recordaba recientemente el flamante ministro de economía griego Varoufakis, se administra a pesar de ser veneno y con pleno conocimiento por parte del galeno. Para entender hasta qué punto la victoria de la democracia en Grecia supone hoy un desafío para la oligarquía financiera y empresarial en Europa y cuál es su patente grado de irritación y de desconcierto, conviene remontarse a los prolegómenos de la crisis y repasar alguno de los mecanismos que están en su origen y posterior desarrollo.

El Director del Instituto Max Planck de sociología, Wolfgang Streeck sitúa alrededor del año 1975 el momento en el que el capitalismo decidió liberarse de las ‘ataduras’ del contrato social de la postguerra. Víctima de una crisis de confianza en la democracia decidió dejar de ver su cometido como actor fundamental en la generación de bienestar, para entenderse de nuevo tan sólo como máquina para producir beneficio. Mediante una huelga de inversión, eso es, retirando capital de la economía productiva, diversificando la paleta de productos, acortando su ciclo vital, e internacionalizando la cadena de producción, implantó la cultura del consumo, condicionó el mercado laboral e introdujo una lógica global que le permitiría imponer cada vez con mayor fuerza sus condiciones. La reacción por parte de los estados fue la de comprar tiempo: mediante la inflación, el endeudamiento público y, llegado al límite, dando todo tipo de facilidades al endeudamiento privado. Así se mantenía la ‘ilusión monetaria’ de Keynes, pero al precio de debilitar el diálogo social y la capacidad de intervención del interlocutor natural del capital, el trabajo organizado, de generar un fuerte paro estructural, de sacrificar derechos sociales, y de endeudar a los estados agotando, al mismo tiempo, el crédito privado.

Actualmente los estados han llegado al límite y tan sólo son capaces de intervenir ya mediante los bancos centrales que compran una y otra deuda. La desorientación es la consecuencia final de un proceso de rendición de la democracia al capital, a lo largo del cual la política ha ido renunciando a sus espacios de soberanía, hasta el extremo de diluir la figura del ‘gobierno’ en el mejunje indigesto de la gobernanza. La razón argüida ha sido la de aceptar una lógica, la del mercado, como razón natural, frente a una razón política, la democracia, vituperada hasta la desfiguración y el descrédito. La debacle del estado es así el resultado de la asunción de toda una serie de calamitosas premisas de carácter puramente ideológico, como la que dicta que la contención fiscal y la desregulación del mercado laboral generan crecimiento. Así la renuncia a ejercer su poder regulador en el ámbito impositivo, ha sacrificado el carácter fiscal del estado y su capacidad para equilibrar ingresos y gastos, y ha acabado reduciendo su papel a no más que el que le corresponde por su capacidad de endeudamiento. A cambio el capital se ha visto eximido de la presión fiscal y ha ganado doblemente, puesto que aquellos excedentes que ha dejado de pagar como impuestos, ahora los puede colocar en calidad de ‘crédito’.

Así el capital ha aumentado su arsenal financiero. Ya no se trata de presionar mediante la inversión o la deslocalización de la capacidad productiva, sino de forzar directamente las políticas estatales mediante la financiación o no de los estados. Como recuerda Streeck, hoy cuesta distinguir entre estado y mercado y, bien mirado, ya no sabemos siquiera si es el estado el que ha nacionalizado la banca corrupta o si es la banca la que ha privatizado el estado. Si se lee atentamente al ministro de finanzas alemán Wolfgang Schäuble, que parece considerar la democracia griega como ‘chantaje’, la respuesta es evidente. Los cárteles y monopolios están prohibidos en todos los sectores menos en el financiero, y tienen consciencia plena del peligro que entrañaría si frente a ellos se levantara un ‘cartel’ político y democrático que recuperara la lógica del buen gobierno. Por eso hoy su máxima prioridad es la de poner de rodillas a Grecia para demostrar que los mercados son inmunes a las veleidades democráticas de la ciudadanía, y demostrar que no queda otra que volver a empujar la piedra ladera arriba. Pero el desafío que plantea Grecia no deja de alimentar la esperanza de un cambio y tiene la complicidad y el apoyo de una amplia mayoría de europeos. Está por ver que Sísifo no coja y deje rueda y esclavitud al pie del monte, para empezar a disfrutar de la libertad que le corresponde como ser humano.

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