domingo, 15 de febrero de 2015

Romper la baraja

No nos extrañaría que el reciente periplo de dos semanas por Europa se le haya hecho más largo a Tsipras y Varoufakis de lo que se le hiciera la Odisea a Ulises. La galería de monstruos con los que se han topado por el camino, ya sea el ciclópeo Rajoy, la angélica Circe o el resto de sirenas y pájaros de mal agüero que habrán querido enloquecerlos con sus cantos, no habrá hecho mella en la astucia y vigor de avezados navegantes como ellos, pero sin duda los habrá convencido de las miserias y penalidades que les aguardan a lo largo de este viaje. Habrá que recordarles que a pesar de los escenarios y grotescos engendros que se les aparezcan por el camino, el guión de esta Odisea europea por la que navegan, no lo ha escrito un Homero cualquiera, sino un alma bastante menos imaginativa y generosa que la del poeta, la que caracterizó a lo largo de su larga vida al ínclito Friedrich August von Hayek. Ya en 1939 este economista puso los cimientos ideológicos de Europa, entendida como imparable máquina de liberalización. En su ensayo ‘Las condiciones económicas del federalismo interestatal’ planteaba que el precio de la paz pasaba por trascender fronteras y construir una federación europea, y que esta habría de contemplar y respetar antes que nada dos imperiosos requisitos.

El autor de ‘Camino de servidumbre’ o ‘Individualismo y orden económico’ planteaba así antes no sólo del contrato social de la postguerra, sino incluso de la conflagración mundial, que una unión que superara aranceles e introdujera la libre circulación en Europa, había de anular la capacidad de intervención económica de los estados en los mercados, pero además impedir a toda costa que esta potestad se trasladara como cabría esperar, al ámbito común. Decía Hayek en 1971, que se trataba de impedir que la democracia 'distorsionara' la economía, aunque fuera al precio de introducir una Constitución. Aún sin merecer tal nombre, Maastricht sí tuvo algo de sucedáneo constitucional, y la Unión monetaria que esbozaba, ponía el broche de oro a la visión de Hayek. Sin la posibilidad de devaluar la moneda para corregir su posición frente a los mercados, los estados no tuvieron otra alternativa para intervenir en su economía que la devaluación interna, esto es: rebajas salariales, recortes presupuestaros y flexibilización de la contratación, realizando así, una a una, todas las premisas del programa liberalizador. La soberanía nacional quedó además a buen recaudo de un régimen de carácter supranacional, opaco, y blindado ante cualquier arrebato o veleidad de carácter democrático.

Como resume Wolfang Streeck en su última publicación (Tiempo comprado), Europa cedió así a “la despolitización de la Economía al tiempo que desdemocratizaba la política”. Las nuevas premisas de la gobernanza, que no del buen gobierno, comportaban unas reglas férreas. La intervención nunca es en el lado del haber, sino siempre en el del ‘debe’, eso es, jamás en la columna de los ingresos (fiscalidad…) sino siempre en la del gasto. En segundo lugar, la reducción del gasto comporta una paulatina reducción y mengua del propio estado, siempre mediante la desregulación y la privatización de recursos. Finalmente la ‘evaporación’ de todo lo público llega al extremo de acabar privatizándose incluso la iniciativa política, ya sea en el empleo, la formación, la investigación o las infraestructuras. Frente a la comprensible consternación y enojo de la población siempre cabe disponer del placebo multiuso del ‘crecimiento’, que se puede administrar mediante maquillaje estadístico, contabilidad imaginativa o incluso marketing motivacional. Nadie es perfecto, y frente a la desconfianza de la desagradecida ciudadanía conviene ser oneroso y, si es preciso, responder a lo que el ex comisario europeo Mario Monti bautizó como ‘la obligación de un gobierno de educar a su Parlamento’.

No sabemos cuál sería la visión pedagógica del que fuera también primer ministro italiano, asesor de Goldman Sachs y director europeo de la Trilateral, pero es de temer que por educar entendiera lo que para el común de los mortales no es sino ‘domesticar’. Sabemos que el pueblo heleno y sus flamantes líderes no son domesticables, pero parece evidente que esta Europa hayekiana no está dispuesta a encajar una derrota. Supondría abrir la caja de Pandora. Por eso la prioridad es doblegar el arrojo de Syriza. Porque su apaciguamiento comportaría un mensaje desolador para la izquierda europea al tiempo que una señal triunfal para los mercados. Estos tendrían carta blanca para renovar su ofensiva, por ejemplo tratando de desempolvar el pacto de estabilidad, o dando otra vuelta de tuerca al tratado transatlántico con los EEUU. Frente a este escenario tan sólo sirve jugar el todo por el todo. Esto es, cumplido el cortejo diplomático, negociar a las duras con los dos únicos mensajes que hoy pueden cuajar: La salida del Euro para sumarse a los 10 países europeos que no entraron en el juego de la moneda única, y la suspensión de pagos y renegociación de una deuda tan inviable como injusta. Son palabras mayores, pero a pesar de Hayek, hoy la única opción para un país como Grecia es la de plantear que frente a la trampa antidemocrática nada impide romper la baraja.

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