domingo, 14 de diciembre de 2014

La ciudadela

En 1994 la fortuna le sonrió a Mateo Renzi. Fue en un programa de televisión y el joven, que en aquel momento tenía 19 años, hizo alarde de los méritos que, dos décadas después, le valdrían, aún sin ser votado ni acreditar capacidad o experiencia alguna, la jefatura del gobierno italiano. Audacia, desenvoltura y una ambición sin límites. Esas eran y son sus principales credenciales. Pero la carrera de Renzi no tan sólo la han escrito mano a mano él y la rueda de la fortuna, sino también todas y todos aquellos que se dejaron encandilar y seducir por su ímpetu, su arrogancia y su notoria carencia de escrúpulos. Y no son pocos los que le han tenido que ceder el paso. En su propia organización, el democristiano Partido Popular, en las coaliciones del Olivo y la Margarita, y finalmente en el PD, en el que le arrebató el cargo, sin contemplaciones ni piedad alguna, a su cófrade Enrico Letta. Experto en mercadotecnia y militante de la visión más radical del marketing y de la política, aquella en la que no tienen importancia ni el producto ni la ideología, sino que el único fin que importa es el éxito y el triunfo personal y subjetivo, Mateo Renzi es hoy el primer ministro más joven de la historia de Italia, aunque amenaza con convertir este hito singular, en una calamidad sin precedentes.

Así lo piensa al menos la mayor parte de la ciudadanía italiana, o como mínimo todos aquellos que este viernes pararon el país bajo el lema ‘Cosí non va’. Este eslogan es casi idéntico al de la huelga general, convocada el 29 de septiembre de 2010 en España, por la reforma laboral y la rendición incondicional de José Luís Zapatero ante los mercados. Sin embargo a diferencia del presidente español, que gobernó 6 años antes de cederle la soberanía al FMI, la Comisión y al Banco Central Europeo, el jefe de gobierno italiano no ha tardado ni 10 meses en imponer, sin mandato ni tampoco legitimidad alguna, la precariedad y la flexibilización del mercado laboral. La vituperada ‘Jobs Act’ supone, junto a la ley de estabilidad y una contrarreforma en toda regla de la Administración Pública, la misma reorientación neoliberal de la economía que se impuso en España en 2010, y tendrá, es de temer, el mismo efecto devastador sobre la clase trabajadora. Mientras el florentino luce su desenfado retórico presentando la armonización a la baja de la contratación y del derecho como un acto de justicia para con los más precarios, es de esperar que la mayor parte de la ciudadanía italiana haya empezado a entender que, tras el supuesto vigor y dinamismo de este fantoche político, no se oculta más que paja y tela rota.

El periodista Piero Ostellino, que se define como liberal democrático, y que por tanto pasaría por moderado, describía en un artículo reciente el carácter ambicioso y cínico de Renzi en el que distinguía los estigmas del autócrata que, al precio del éxito y del reconocimiento público, no duda en vender a propios y a extraños. Las calidades tragicómicas y teatrales del primer ministro, parecen así hermanadas con las de Silvio Berlusquín y Beppe Polichigrillo, otros dos célebres personajes de esa mezcla de política, carnaval y acrobacia mediática que es para los italianos, sino la Politica dell Arte, sí la Comedia Política. Nada que tuviera que representar un drama de especial relevancia, sino fuera porque Renzi es el resultado de un amplio consenso en una izquierda que había depositado en él la esperanza del relevo generacional y de la recuperación, al menos en parte, de la dignidad de la política. La desilusión es grande y resitúa a la izquierda italiana en aquello que Bruno Trentin definía como la necesidad de asumir ‘conscientemente la desgracia’. Es hora por tanto de hacer balance y de revisar qué es lo que falló para que, una vez más, el poder haya conseguido imponer la gobernabilidad a la política.

Decía Trentin en ‘La ciudad del trabajo’, que “En el nuevo contexto en que se encuentra la izquierda y en la búsqueda de nuevos caminos para superar su profunda crisis de identidad, el primer paso debería ocuparse de un proyecto de sociedad, capaz de dar legitimidad a la aspiración de gobernar, y, antes, legitimidad y sentido a las alianzas política y sociales que la izquierda debe intentar construir”. 17 años más tarde y tras ver las espantadas de los Renzi, de los Valls, Zapatero, Blair y Schröder, parece evidente que a la izquierda, si es que así se la puede llamar, le sigue faltando proyecto, y que a falta de una identidad fuerte, la laxitud ideológica de la socialdemocracia promueve una deriva que favorece la ejecución del ideario neoliberal. Frente a la ciudad del trabajo de Trentín que habría de ser su hábitat natural, se levanta la ciudadela a la que aspiran todos aquellos arribistas e insensatos que confunden poder y política. A ellos hay que decirles que no vale con gestionar la intención de voto, ni con engañar a la mayoría, porque eso acaba siempre en el maquillaje estadístico y la mordaza al disidente. La política verdadera es transformación social, justicia histórica y democracia en movimiento. Y eso no cabe en ninguna ciudadela, sino que tan sólo se alcanza desde la ciudad del trabajo.

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